Ficción y memoria: el arte de narrarnos
Entre recuerdos y narrativas: el fluir del tiempo que nos define
Cuando no se presenta ninguna catástrofe, avanzamos sin mirar atrás, clavamos la vista en la línea del horizonte, de frente. Cuando surge un drama, damos marcha atrás, volvemos para rondar por allí, llevamos a cabo una reconstrucción. Queremos entender el origen de todos y cada uno de los gestos, de todas y cada una de las decisiones. Rebobinamos cien veces. Nos convertimos en especialistas en la relación causa-efecto. Acorralamos, disecamos, hacemos autopsias. Queremos saberlo todo de la naturaleza humana, de los móviles íntimos y colectivos que hacen que eso que sucede suceda. Sociólogo, policía o escritor, a saber…, deliramos, queremos entender cómo se convierte uno en un número en las estadísticas, en una coma en el gran todo. Y eso que nos creíamos únicos e inmortales.
Vivir deprisa, Brigitte Giraud
Si el hombre es un ser-en-el-tiempo, como argumentaba cierto filósofo, no nos queda más remedio que aceptar la narratividad de nuestra vida: hechos, vivencias, experiencias y, por supuesto, deseos o sueños, no son más que hitos ficcionales en un camino recorrido sin cesar. Los sucesos acontecen de igual forma que se imaginan las historias de fantasía, merced a un relato que se va desmadejando a nuestros pies y del que creemos —erróneamente, me temo— tener absoluto control. La vida, pues, no es más que una fábula en la que, con nuestra anuencia o sin ella, somos los principales personajes.
Pero ¿cuán deplorable es esto? En verdad, el libre albedrío es casi un imperativo para pensar la existencia (la propia y la ajena), pero si no lo tuviésemos, en realidad ni siquiera seríamos conscientes de ello, por lo que las consecuencias de esas decisiones narrativas que conforman nuestra vida serían tan inexorables como inadvertidas. Ted Chiang (autor al que dedicaré el domingo el próximo «Entre líneas») asume esta provocación ontológica en su relato «Lo que se espera de nosotros», en el que ofrece una mirada acerca de esa imposibilidad de esquivar el destino. Dice Antonio Monegal en su ensayo Como el aire que respiramos que «la producción cultural, en todas sus manifestaciones, es una de las formas primordiales de relacionarnos con la memoria». Y es que vida y tiempo, ficción y recuerdo, están íntimamente unidos por esos tenues lazos de la imaginación creativa.
Giraud lo sabe bien al centrar su novela en la sencilla —pero devastadora— experiencia de un recuerdo: un atisbo del pasado que no solo da forma a su vida anterior, sino a su completa existencia; la narratividad de su memoria, de alguna manera, actúa como arquitecta de su «yo» y levanta todo un edificio metafísico para dotarla de humanidad, de corporeidad, de realidad. Giraud es, así, un ser-en-el-tiempo en su sentido más puro, pero también más metafórico: es una persona «temporal», pero, al tiempo, su «temporalidad» la provee de cualidades únicas. Al encontrarnos encadenados a ese fluir, no podemos sino ficcionalizar la vida para poder sobreponernos a la impotencia de no poder controlar el sentido ni la dirección de ese tiempo que nos domina y nos distingue. Por eso la memoria es algo más que un sistema de experiencias: es la forma en la que nos construimos, nos damos orden, nos otorgamos profundidad, nos labramos facetas, nos pulimos aristas; gracias a ella multiplicamos nuestra simpleza, creando una narración íntima que, al igual que ocurre con la literatura, convierte lo lineal en complejo.
Los recuerdos pueden ser algo más que anotaciones del diario de nuestra alma: son las bifurcaciones que guardamos en los rincones de la mente para convertir nuestro relato en algo distinto, a veces mejor, a veces peor. «Una recuerda algo que una no recordaba que recordaba, una quizá no haya hecho más que arañar la superficie en relación con las cosas que una no recuerda que recuerda», cuenta la protagonista de La amante de Wittgenstein, mostrando así la infinita volubilidad de la memoria como constructora de hechos, de opciones… de vidas. Solo podemos construir nuestro propio relato con esa capacidad —ignorada en la mayor parte de los casos— maravillosa de convertirnos en nuestros propios escritores, en autores de nosotros mismos, evocando los hitos memorísticos que servirán como puntos de giro de nuestra novela. Hitos, por otro lado, que son inevitablemente lábiles y maleables, como apunta el narrador de Inglaterra, Inglaterra, de Julian Barnes: «Si un recuerdo no era una cosa, sino el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo, espejos colocados en paralelo, lo que el cerebro te decía ahora sobre lo que presuntamente había sucedido entonces estaría modificado por lo que había ocurrido entre medias».
La memoria es la tinta en la que sumergimos la pluma de nuestro relato; y, como tal, es untuosa y debe usarse con atención y esmero, a riesgo de emborronar el papel en el que volcamos las vivencias. Pero en esa labilidad reside al tiempo su hermosura: el recuerdo muta, se desdibuja, se redefine, se desdevana y troca en una miríada de opciones, las que escogimos y las que abandonamos, las que deseamos y las que eludimos, las que olvidamos y las que soportamos. Y, como buenos escritores, aspiramos a utilizarlas todas para escribir la mejor de nuestras obras.
Nosotros.
Me gustó mucho Emi. Aprecio que en muchas ocasiones sueles hablar de la necesidad de creer en el libre albedrío, aunque este solo sea una ilusión. Hay una corriente científica muy a favor del determinismo (Sapolsky y co.) Me gustaría saber qué piensas? Crees realmente que somos libres?
Gracias por descubrirme a Ted Chiang... fue fantástico. Como tu artículo. Solo somos cómo nos recordamos. Y es el lenguaje quien nos recuerda.