¿Existen los servicios universales básicos?
Desde que el capitalismo se impuso como sistema socioeconómico dominante, el debate sobre la eficacia de la gestión privada frente a la pública parece inagotable
La iatrogenia va acompañada del llamado «problema del agente» o «problema del agente-principal», que se plantea cuando una parte (el agente) tiene intereses personales que no coinciden con los de quienes usan sus servicios (el «principal»). Por ejemplo, se plantea un problema de agente cuando un médico o un agente de bolsa miran por su cuenta corriente y no por nuestra salud física o financiera, respectivamente, y sus consejos buscan su propio beneficio. Lo mismo se puede decir de los políticos que solo se preocupan por su carrera.
Antifrágil, Nassim Nicholas Taleb
Hace unos días, el consejero de sanidad de Cantabria proponía una suerte de copago, o pago prémium, en la sanidad pública para evitar sobrecostes y listas de espera. Esto, como era de prever, ha suscitado todo tipo de comentarios acerca de la idoneidad —o no— de la medida y de su posible implantación; de hecho, el debate sobre la sostenibilidad del sistema público de Seguridad Social que tenemos en España lleva abierto unos cuantos años, especialmente desde que las políticas neoliberales se han venido asentando en el imaginario social y, por encima de todo, en el credo político.
Dejando de lado la opinión personal, me preguntaba estos días si es moralmente aceptable un servicio público, sobre todo tan importante como es la sanidad, que pueda estar sujeto a leyes de mercado. Todos conocemos, siquiera por encima, el funcionamiento del sistema de salud en otros países que lo han liberalizado: el caso de los Estados Unidos es paradigmático por su colonización cultural y el peso sociopolítico, pero existen otros ejemplos parecidos (Holanda o India). En todo caso, más allá de la viabilidad económica, ¿sería deseable una privatización de la sanidad?
El argumento que se suele esgrimir para la privatización o gestión privada de los servicios (públicos) es que se gestiona de manera más eficaz, puesto que las leyes del mercado buscan un equilibrio entre interés personal (beneficio) y efectos sociales (servicio prestado). La archiconocida tesis de la mano invisible acuñada por Adam Smith en el siglo XVIII se sigue utilizando hoy para justificar la no intervención del Estado y la necesidad de dejar que el mercado (ese ente nebuloso) se autorregule para alcanzar un equilibrio que favorezca tanto al suministrador de servicios como al cliente.
Aunque la teoría que Smith esbozó iba encaminada también hacia una suerte de teoría moral, puesto que se interesaba por los comportamientos de los individuos que componían el mercado, lo cierto es que en el terreno puramente económico pecaba de una asunción que, sin embargo, se ha venido arrastrando desde entonces. El economista escocés asumía que el mercado, como ente abstracto, se comportaba de forma eficiente, como una máquina sujeta a unas reglas físicas; sin embargo, muchos estudios (y ejemplos prácticos) posteriores muestran que la eficiencia solo se da en unas circunstancias muy concretas, ya que hay que tener en cuenta que los datos que maneja son, casi por defecto, incompletos o dudosos.
A riesgo de generalizar, me parece que hoy día los defensores a ultranza de una privatización de servicios públicos no lo son por su creencia en la eficacia que podría derivarse de un traspaso de gestión, sino por los beneficios derivados de ese cambio. Los gastos que se aducen como obstáculo (el coste que conlleva mantener un servicio público) son, sin embargo, aceptados cuando se trata de abonar a una entidad privada para que se haga cargo de la administración del servicio. He aquí una muestra de esa imperfección del mercado de la que hablaba: si existe un interés personal en la ejecución de una tarea, las razones de índole social que deberían primar en las consideraciones acerca de su funcionamiento pasan a un segundo plano. Sin echar mano de ejemplos concretos (que se cuentan por docenas), todos habremos oído noticias acerca de personajes públicos que tienen intereses particulares en empresas que se hacen cargo de servicios privatizados.
El debate en este sentido podría extenderse hasta el infinito, pero pensaba en concreto en la posibilidad real de que la sanidad —por ceñirnos a un caso específico que nos atañe a todos— pudiera dejarse en manos de compañías privadas. Como hemos visto, la gestión ideal de un mercado (en este caso circunscrito a un solo servicio) es una quimera en la mayor parte de los casos: la realidad es que la provisión de esas prestaciones suele relacionarse con el objetivo de una maximización de los beneficios en detrimento de la calidad de las actuaciones, equipamientos, personal, etc. Aunque todo el mundo tuviese acceso a una hipotética sanidad privada (algo que desarrollaré a continuación), los desequilibrios en la concesión de esos servicios llevarían a una situación de desequilibrio, en la que unos centros estarían mejor dotados y brindarían mejor atención, mientras que otros apenas cubrirían las necesidades básicas.
Pero, a mi juicio, lo más importante en un debate como este es la idoneidad de asignar a compañías privadas (dentro de un entorno capitalista) la prestación de un servicio tan básico y esencial como es la sanidad. El Estado es el marco que nos hemos dado como sociedad para interactuar de forma provechosa y evolucionar en conjunto; como tal, es lógico que (gracias a impuestos, obviamente, pero también —y sobre todo— a la confianza en él depositada) se encargue de proveer a sus integrantes de la asistencia básica. Como ente supraindividual, asumimos que puede proporcionar servicios que no están sujetos a dinámicas económicas y, por tanto, están libres de ser considerados provechosos o deficitarios; lo único que importa es la misión que cumplen. Se suele aducir que el Estado tiene motivaciones implícitas: políticas, ideológicas, religiosas, etc. Parto de la evidencia de que es así: toda organización compuesta por seres humanos tendrá esas tendencias, ya que es imposible construir un organismo que se ocupe de las necesidades humanas sin imbuirlo de los rasgos que nos son inherentes. De hecho, la economía a la que se echa mano para argumentar sobre la conveniencia o no de este tipo de funciones públicas es también un receptáculo de preferencias, teorías, propensiones y simpatías humanas. El que un banco central suba o baje los tipos de interés, por ejemplo, no solo tiene que ver con fórmulas matemáticas, sino con las creencias (esperanzas, intuiciones) de las personas que lo dirigen.
Además, no se puede obviar el hecho de que la desigualdad es un elemento consustancial a las sociedades humanas contemporáneas. La idea de que todos tenemos las mismas oportunidades y partimos del mismo punto es, directamente, falaz. Siendo así, considerar que hay una parte de la población que no puede tener acceso a prestaciones esenciales es casi condenarlos a una existencia inferior, dura, peligrosa. Si establecemos categorías de ese tipo, en las que según las posibilidades (casi siempre económicas) de cada cual se puede acceder a según qué servicios, establecemos una jerarquía social basada en elementos volátiles, injustos, azarosos, pero que marcan de manera indeleble las vidas de los individuos. Es algo que podemos ver en la educación, pero que en términos sanitarios acarrearía implicaciones mucho más funestas.
Me pregunto de nuevo: ¿existen servicios que se puedan considerar básicos?; ¿que se definan como sustancialmente esenciales para la sociedad? Así lo entiendo, porque casi todos estaremos de acuerdo con la idea de que, por ejemplo, la sanidad es algo que precisamos para tener una existencia digna. Si las respuestas anteriores, pues, son afirmativas, ¿deben esos servicios ser universales?; ¿deben ser gestionados por el Estado? Ateniéndome a una idea de ética tal vez un tanto utópica, siempre he pensado que sí; decía Spinoza que «cuanto más concuerda una cosa con nuestra naturaleza, tanto más útil o mejor es para nosotros, e inversamente, cuanto más útil es alguna cosa para nosotros, tanto más concuerda con nuestra naturaleza», y pocas cosas más útiles que la salud. Si nuestra naturaleza es estar sanos, la mejor razón para cuidarla de manera colectiva sería contribuir al progreso de la sociedad en su conjunto.
«La sociedad actual no es una "sociedad del amor al prójimo" en la que nos realizamos recíprocamente. Es más bien una sociedad del rendimiento, que nos aísla», afirma Byung-Chul Han en su libro En el enjambre. Sostener que todos tenemos derecho a ciertos servicios básicos nos acerca un poco a la cohesión, a la participación, a la preocupación por el «otro». Me gustaría pensar que es eso lo que prima por encima de cualesquiera otras consideraciones a la hora de pensar sobre las posibilidades de gestión de un servicio compartido por todos.
Leyéndote me he acordado de este encuentro sobre la salud pública en Europa, que me pareció interesante y aportaron ideas relevantes los participantes.
https://canal.march.es/es/coleccion/salud-publica-europa-4513
Hay una cita que es clave para quienes estamos en Salud Pública y es la siguiente:
"Nadie está a salvo si no estamos todos a salvo" — Ed Jong.
Con ello se ilustra lo que puede ser la mejor definición posible de la sensación de interdependencia. Una situación que muestra cómo la salud del yo depende de la salud del nosotros.
Creo que hay que tratar de garantizar un nivel básico de diferentes dimensiones que ayuden a conformar unos niveles aceptables de salud, no siendo ni excesivamente escasos en su definición, ni utópicamente finalistas en la conversión del derecho a la salud en el derecho a estar sano.
Y para ello es necesario repensar el modelo sanitario que tenemos. Entre otras cosas porque está muriendo.
Gracias Emi por compartir refldxiones tan complejas de una forma sencilla.
En la mayoría de casos soy partidario de la privatización, seguramente por una pérdida de confianza en la figura del estado.
Lo veo claro en el caso de la educación, preferiría que el estado solo aportara un bono social a quién no llegue a un mínimo de ingresos, o como mínimo que no pudiera meter mano en el programa educativo como se viene haciendo en las últimas décadas.
Ahora bien, en el caso de la sanidad, que puede conllevar unos gastos enormes y abarcables por pocos en algunas enfermedades que son más habitules de lo que nos gusta pensar, no lo veo tan claro.
¿Pero por qué tiene que ser blanco o negro? Quizá haya servicios básicos que se puedan beneficiar de una gestión híbrida entre estado y empresa privada, un modelo semi-público. Pero veo poca voluntad a un equilibrio de este tipo.
Mi humilde opinión, desde la más profunda ignorancia, creo que tenemos demasiados incentivos perversos en el actual sistema.