¿Es la coherencia una virtud?
Mantener una opinión es visto como una fortaleza. Pero ¿seguir fiel a una visión del mundo es inherentemente bueno? ¿Cambiar de parecer nos hace más flexibles?
[Escribir novelas] No consiste en sentarse detrás de un biombo y anotar las conversaciones de los demás. El material en bruto es el cúmulo de todo lo que has visto, oído o sentido en tu vida, y debes examinar ese inmenso montón de escoria humeante que es la experiencia, medio sofocado por los vapores y el polvo, rascando y escarbando hasta encontrar entre los descartes unos pocos objetos de valor. Entonces hay que ensamblar esos fragmentos deslucidos y abollados, pulirlos, ordenarlos y tratar de disponerlos de un modo coherente y significativo.
El arte de la ficción, James Salter
Puede que no hayas pensado mucho en ello, pero la palmaria evidencia de que la ficción y la realidad no son lo mismo escapa a nuestra comprensión en algunas ocasiones. Aunque tengamos claras las circunstancias del mundo en el que nos movemos y las diferencias con los universos de fantasía que pueblan libros, series, videojuegos o películas, lo cierto es que algunas características de uno u otro lado pueden llegar a diluirse si no somos conscientes. Y la coherencia es una de esas peculiaridades.
La RAE define la coherencia como la «conexión, relación o unión de unas cosas con otras». Aparentemente, es una definición sencilla y clara, casi diría que sin posibilidades de malinterpretarse; sin embargo, lo hacemos todo el tiempo. James Salter habla sobre la necesidad de disponer «fragmentos» de un modo coherente para dotar a la experiencia de un sentido, ofrecerla a los demás de manera significativa. Parece algo obvio, pero esa coherencia solo puede darse en la ficción, porque la vida real nos sitúa en posiciones complejas que no pueden reducirse a conectar cosas con otras para explicar sus entresijos. La coherencia existe como posibilidad, como aspiración, pero es difícil de alcanzar cuando las emociones y los sentimientos entran en juego. Daniel Kahneman lo expresa así en Pensar rápido, pensar despacio:
… prestamos más atención al contenido de los mensajes que a la información sobre su fiabilidad, y como resultado terminamos adoptando una visión del mundo que nos rodea más simple y coherente de lo que justifican los datos.
En la miniserie Manual de la vida salvaje (que puedes ver aquí), un grupo de emprendedores crean una empresa de tecnología que comercializa una app para «hablar» con seres queridos que han fallecido. Evitaré hacer espóileres, así que baste decir que el líder del proyecto va cambiando sus convicciones personales acerca de la moralidad de su creación y de las posibles necesidades de comercialización, pasando de ser un joven ingenuo, apasionado por las expectativas de la tecnología que han ideado, a un impasible empresario centrado en el éxito de la aplicación. Este protagonista, al contrario de lo que te contaba antes, exhibe una falta de coherencia que se relaciona de forma insoslayable con su obsesión por el triunfo; cambia de principios cuando es necesario, no es fiel a sus propias opiniones y, por supuesto, utiliza a las personas que tiene alrededor en función del objetivo que pretende conseguir. Aunque la ficción clame por personajes coherentes, también nos ofrece algunos de los más incongruentes que podamos imaginar.
Pero la cuestión que se plantea en la miniserie es interesante más allá de su ficcionalidad: ¿hay algo que justifique cambiar nuestras opiniones? ¿Es la coherencia —entendida como una opinión sostenida en el tiempo— una cualidad «buena» de por sí? En el caso del protagonista de Manual de la vida salvaje se podría pensar que no, ya que su visión del mundo se degrada (cediendo valores morales y éticos por el camino) a medida que avanza su trayectoria. Pero, ¿qué ocurre en el caso opuesto? La información que recibimos puede ser engañosa, pero en muchas ocasiones, como apunta Kahneman en su conocidísimo ensayo, si refrenda nuestra perspectiva de las cosas será suficiente para mantenernos coherentes. Puede que la situación sea compleja, pero preferiré la congruencia de mi limitada opinión a confrontar(me) con la realidad.
En realidad, la coherencia se asocia con la ficción (aunque existan personajes, especialmente aquellos malvados, que hagan gala de un cierto desdén por la misma) porque nos proporciona una sensación de seguridad, de estabilidad: en ausencia de certezas, pensar que existen modelos de conducta monolíticos en su manera de ver el mundo es una suerte de ancla en mitad del océano. Incluso aunque sepamos de su imposibilidad como entes de ficción, su actitud ante las circunstancias nos proporciona una suerte de «consuelo conductual»; nos hace creer (tal vez soñar…) en la posibilidad de ser fieles a la idea de nosotros mismos que tenemos. Una idea, por otra parte, basada en percepciones engañosas, puesto que nuestros comportamientos están regidos por una infinidad de rasgos y elementos, tanto biológicos como psicológicos, que no siempre —más bien casi nunca— tenemos bajo control.
De tal manera que nos queda la cruda realidad de que la coherencia es, simplemente, una ilusión; un constructo que armamos para moldear nuestra personalidad y enfrentarnos a una realidad que, compleja como es, no podemos aprehender, pero con la que debemos interactuar. Es evidente que los datos, como sugiere Kahneman, suelan llevarnos a visiones complicadas, aunque al final prefiramos adoptar una postura más simple, evitando así la labor de desgranar demasiadas informaciones. Ser —o mantenerse— coherente no es más que una ficción para lidiar con un mundo heterogéneo, enrevesado, cuyos entresijos nunca seremos capaces de desentrañar; pero mediante esa ficcionalización alcanzamos cierto grado de tranquilidad que nos permite vivir nuestras vidas con seguridad en nosotros mismos. La congruencia es un estado inalcanzable y, de hecho, hasta cierto punto indeseable, puesto que poner en tela de juicio aquello que nos rodea es, justamente, lo que nos proporciona una mayor amplitud de miras; cambiar nuestros juicios, abrirnos a nuevas ideas, poner en cuestión lo que creemos, es una puerta hacia la madurez. Afianzarse en una cosmovisión no es sinónimo de inteligencia: más bien lo contrario. Solo cuestionando el mundo podemos auto(des)conocernos y crecer.
Muy bien desarrollado.
Mira esto de Emerson: «A foolish consistency is the hobgoblin of little minds, adored by little statesmen and philosophers and divines.» O sea: «Una tonta coherencia es el duendecillo de las mentes pequeñas, adorado por pequeños políticos y filósofos y predicadores.»
Muy profunda reflexión, Emi, nos ha encantado.
Para nosotros, la coherencia tiene una interpretación doble: por un lado, ser "coherentes" significa que alineamos lo que decimos, pensamos y sentimos, que no ponemos barreras a la acción correcta ni nos dejamos llevar por las disonancias cognitivas. Esto no es algo que nadie haya logrado nunca, es un ideal al que aspiramos. Estar cada vez más cerca de la coherencia es, por ejemplo, no comprar en una tienda de ropa que utilice mano de obra infantil. O comprar productos ecológicos y locales en la medida de lo posible. Usar medios de transporte menos contaminantes.
Por otro lado, la coherencia puede ser entendida como esa inmovilidad de la que hablas. Que un personaje no cambie de opinión o se mantenga "fiel a sí mismo". El lama Rinchen decía que si tenemos que definirnos de alguna manera y enorgullecernos por alguna característica propia, esta debería ser únicamente nuestra capacidad de cambio, nuestra flexibilidad. No debería definirnos nada más, porque si no vamos a sufrir cuando la vida nos pida que cambiemos porque nuestro antiguo Yo ya no sirve.
Tampoco la coherencia como tal es algo positivo. Un Adolf Eichmann firmando órdenes para que envíen a millones de judíos a las cámaras de gas, totalmente convencido de que está haciendo lo correcto, es un personaje coherente. No queremos ese tipo de coherencia.
Quizá la coherencia que todos busquemos sea la coherencia con la Realidad. Lo Bello, lo Justo y lo Bueno de Platón. Coherencia con unos valores universales y en su expresión en el día a día.
Un abrazo!