El velo de la creatividad
Reflexiones sobre el sentido del arte y la lucha contra la uniformidad creativa
… la verdad es que lo que pintaba era la luz, no las casas, que desde luego eran bellas en sí mismas, la mayoría, pero pintarlas era demasiado aburrido en sí mismo, de modo que por eso empecé a esforzarme por pintar la luz, pero cuando había mucha luz era como si fuera en las sombras donde mejor se viera la luz, sí, cuanta más oscuridad hay, más luz, habría preferido pintar la luz en otoño, pero la gente siempre quería que pintara su casa al sol, y yo quería vender mis cuadros, claro, por eso los pintaba, así que tenía que pintarlos como la gente los quería, pero lo que realmente pintaba no lo veía la gente, no lo veía nadie, solo yo, y quizá algunos pocos más, porque lo que yo pintaba eran las sombras, la oscuridad en toda aquella luz, la luz verdadera, la luz invisible ¿pero lo veía alguien? ¿lo notaba alguien? no, quizá no ¿o quizá algunos?
Septología, Jon Fosse
Mucho se ha discutido, hablado o comentado en esta red social acerca del papel del creador: qué motivaciones le empujan, cómo desempeña su labor, qué expectativas alberga o qué propósitos pretende alcanzar con su arte. Hace un par de días publiqué un ejercicio de estilo que, obviamente, no deja de ser una frivolidad narrativa, pero que condensa algunas de estas preocupaciones en torno al modelo de creatividad que se está fraguando en el entorno de internet, que en muchas ocasiones se ve trascendido por la repercusión de algunos experimentos que constituyen una excepción, aunque no la norma; esas ideas son las que me dan pie para especular con la forma en la que nos relacionamos con los aspectos creativos —la escritura en particular, si bien casi todo lo que comentaré se hace extensivo a otras manifestaciones artísticas— y con los que los ejecutan, cuestión que ha evolucionado muchísimo con la rapidísima transición hacia un consumo virtual y que, por tanto (como no puede ser de otra manera), ha sufrido considerables modificaciones.
En ese texto propio (una mera boutade, insisto) argumentaba sobre —o en contra— la proliferación de una creatividad ramplona, uniforme, pasiva, desganada, pusilánime, incluso mezquina, que se limita a glosar los elementos que sabemos (o consideramos) atractivos para armar una obra adocenada y vacua. Solo hay que darse una vuelta tanto por esta red como por las demás para ser testigos de innúmeras variaciones del mismo tema, que usan recursos y tropos casi idénticos, obedeciendo así a un patrón (cuidadosamente enarbolado por unos cuantos autoerigidos gurús) que perpetúa esas plasmaciones ad infinitum… y también ad nauseam. Esas creaciones se atienen a fórmulas excepcionalmente específicas (por ejemplo, no utilizar los adverbios terminados en -mente que, curiosamente, me lees con profusión), pero también a temas concretos; pareciera que todo lo que se aventure más allá de los tópicos considerados como «apropiados», «interesantes» o «clicables» no prosperará en su búsqueda de interlocutores.
Tradicionalmente (otro adverbio más…), el arte ha sido más bien una cuestión de poder. Hasta la llegada del Romanticismo, que supuso cierta ruptura (leve, muy leve) con el rol que jugaba con anterioridad, la creación se supeditaba al mecenazgo de un protector que utilizaba al artista como obrero (cuando no esclavo) para construir, idear o fabricar distintos tipos de creaciones que fungiesen como representaciones metafóricas de su potestad. El arte carecía así de objetivo, de propósito, de trascendencia; mejor dicho, carecía per se de todo ello, pero no como representación: su significado era claro en la medida en que las obras de arte tenían un sentido discernible, ya fuera religioso, mitológico, sentimental o político. Solo en tiempos recientes se ha considerado el arte, el proceso creativo, como un elemento con valor intrínseco, así como al artista —habitualmente considerado un artesano cuyo papel era, más bien, intermediario— como un ser con una intención más o menos concreta y una forma de plasmarla absolutamente íntima y subjetiva.
Esa transición no tendría mayor importancia si no fuera porque abrió las puertas a la (re)consideración de la actividad artística como un proceso de desvelamiento, de revelación: cuando Schopenhauer hablaba sobre el velo de Maya (de ascendencia hinduista) se refería a la volubilidad de nuestra interpretación para juzgar la realidad, que se deja atrapar por lo irreal —el velo— y arrincona la voluntad, la verdadera esencia del objeto. Sin embargo, con el auge del artista como figura poderosa e intuitiva descubrimos una forma de traspasar el velo sin dejarnos engañar: la visión del creador le permite acercarse a la esencia, a la verdad de las cosas, consiguiendo así un vislumbre de aquello que nos está vedados al común de los mortales. El creador, pues, es una suerte de médium, de mago, que puede atravesar el espacio inconmensurable del desconocimiento para traer mínimas porciones de lo que hay más allá. ¿Y de qué se trata? Bien, supongo que pueden ser elementos de todo tipo, pero fundamentalmente me gusta pensar que lo que nos regala son experiencias humanas.
Solemos considerar la experiencia como una características única, particular, incompartible, un aprendizaje que solo el tiempo y las circunstancias pueden brindarnos y que, por lo tanto, se convierte en un bagaje tan íntimo como subjetivo. No obstante, y aunque el saber popular nos advierte de que no se escarmienta en cabeza ajena, el poder de la obra de arte se manifiesta en su capacidad de comunicar lo inexpresable para que podamos aprehender una mínima porción de esa experiencia. «El arte es la inminencia de una revelación que no se produce», dijo Borges: una manera de expresar esa intuición que apenas podemos aferrar, que nos rehúye y se aleja, pero de la que nos queda un leve poso de sabiduría… gracias a la labor del artista que nos la sitúa frente a frente. De hecho, en las novelas que componen Septología, la inconmensurable obra de Jon Fosse que abre este texto, el autor/narrador se cuestiona constantemente sobre ese papel revelador o desvelador del arte:
… me paro y me quedo mirando los dos ángeles en la nieve y son tan hermosos, tan hermosos que si tratara de pintarlos, en comparación con la imagen de los ángeles en la nieve, el cuadro sería feo, pienso, porque es así, es así casi siempre, lo que es hermoso en la vida sale feo en una pintura porque es como si saliera demasiado hermoso, un buen cuadro debe contener algo feo para brillar como debe, debe contener oscuridad…
La oscuridad está ahí, siempre presente: el velo de Maya nos impide contemplar con claridad qué hay «más allá», pero el pintor de Fosse sabe —intuye— que debe mirar lo que no es hermoso, lo ignorado, lo oculto, para sacar a relucir no solo la belleza de la obra misma, sino la verdad que encierra en sí. La creación proporciona el vehículo para investigar ese espacio inmensurablemente vasto que no podemos abarcar en nuestra limitada experiencia humana, trayendo diminutos retazos de toda esa impenetrabilidad para que podamos forjar una experiencia común, un conocimiento compartido de todo lo que nos hace humanos (y, por tanto, frágiles). «Ser artista significa nada de cálculos o cuentas; madurar como el árbol que no apremia su savia y que se alza confiado durante las tormentas de primavera sin temer que después pudiese no llegar el verano», escribió Rainer Maria Rilke en sus Cartas a un joven poeta, regalándonos una imagen hermosísima del trágico destino del creador, que no puede sino explorar regiones preñadas de dolor, duda, miedo, sufrimiento… pero también esperanza, como en el mito de Pandora. De nuevo Fosse:
… cuanto más oscuros, cuanto más negros sean los colores, tanto más lucen y tanto mejor veo si un cuadro luce, y cómo de fuerte o de débil luce, y dónde luce, cuando apago todas las demás luces, cuando está todo oscuro como en la noche cerrada, y más sencillo es de ver, claro, cuanta menos luz haya afuera, como ahora en el Adviento, pero también en verano intento cubrir las ventanas para conseguir la mayor oscuridad posible y ver dónde y cómo luce un cuadro, la verdad es que nunca entrego un cuadro hasta que no lo he visto en oscuridad total, porque de alguna manera los ojos se acostumbran a la oscuridad, y veo si el cuadro luce, y dónde, y cómo, y siempre, siempre, es la oscuridad del cuadro lo que más luce, y pienso que quizá por eso Dios está más cerca en la desesperación, en la oscuridad…
Y es que la creación es —debería ser— incertidumbre, exploración, riesgo, fallo: las experiencias que nos brinda la manifestación artística son universales, sí, pero se alcanzan mediante una búsqueda individual, solitaria y particular. Los caminos habituales conducen a respuestas habituales, por lo que no esconden ningún descubrimiento insólito. La proliferación de estructuras, consejos, reglas, tópicos, temas y estilos solo abunda en la construcción de un edificio monolítico, aberrante, kafkiano: un burocrático depósito de sueños en el que cada cubículo, cada habitación, cada planta, cada rincón, cada individuo, es exacta y precisamente idéntico. Al igual que ocurre en la vida real, el arte refleja esa voluntad —mal entendida— de no aventurarse en lo ignoto, de no arriesgar lo ganado, de no explorar lo desconocido; preferimos la comodidad del día a día antes que exponernos a la posible incomodidad del no saber, del no conocer… Así, hemos terminado construyendo un ecosistema creativo virtual (también sucede en el entorno físico, por supuesto) en el que se multiplican los sosias, ya sean obras o artistas, y del que solo se puede esperar una constante reiteración impulsada por las soflamas de un puñado de sedicentes mentores que marcan la senda por la que transitar; una senda, por otra parte, trufada de lugares comunes y productos adocenados que se limitan a reflejar el mundo mediante filtros bienintencionados, complacientes, equidistantes y ramplones. El arte, si es que pudiera nominarse así, ha devenido más que nunca una mera representación mimética de una realidad que, en verdad, ni siquiera es tal.
Decía Pessoa que el arte «consiste en hacer sentir a los demás lo que nosotros sentimos, en liberarlos de ellos mismos, proponiéndoles nuestra personalidad como una especial liberación». Hogaño, esa personalidad ha desaparecido en favor de un conjunto de leyes no escritas (a veces sí, como podemos leer en Notes con demasiada frecuencia) que homogeneizan el espacio artístico, imponiendo un canon de mediocridad y expulsando cualquier atisbo de emancipación creativa. El papel del artista como intérprete de esa oscuridad que no solemos osar contemplar ha decaído, cuando no desaparecido, para dejar su espacio a una creación comedida, discreta, que atiende solo a aquello que puede redundar en beneficio propio —del artista— y no en lo común, en lo universal… en lo humano. ¿Lo notaba alguien?, se pregunta el narrador de Fosse en la cita inicial: es muy difícil que alguien lo note, en efecto, si sancionamos esa no-expresión, ese no-riesgo, esa no-exploración que los «artistas» están llevando a cabo en su infinitamente redundante trabajo.
De hecho, el advenimiento de la IA en las labores artísticas, más allá de suponer un terremoto en su —cuestionable— aplicación, no supone a corto plazo una amenaza para una gran masa de sedicentes creadores, en tanto su labor no se ve afectada en términos de expresión, puesto que se valen del algoritmo para extender esa (no) visión simplificada y ramplona de la realidad. No se trata de ponerse de un lado o de otro, de elegir entre los tecnófilos y los tecnoluditas, porque, como muchos autores expresan por aquí con artículos excelentemente argumentados y estructurados, es probable que la evolución de la IA implique más bien una vía intermedia que nos ponga a prueba en cuanto a creencias y prejuicios; no, se trata del prurito de expresión artística que —se supone— tiene el creador y que le lleva a poner en cuestión todo lo conocido, lo transitado, para avanzar y descorrer el velo. El desafío no es superar a la IA en términos de «eficiencia artística», sino en superarse a uno mismo en términos de «curiosidad humana»: en esa experiencia que sondeamos mediante un doloroso y esforzado viaje a la oscuridad podemos hallar piezas, despojos, vislumbres de la fragilidad que nos constituye. Y en esa cualidad lábil descubrimos el porqué del arte.
Si existe un sentido, o al menos la contingencia de un sentido de nuestro deambular por este ciego universo, es probable que este se encuentre en el arte, en la forma en la que condensamos nuestra ceguera en unas expresiones que van desde lo más excelso hasta lo más devastador. El vacío existencial que nos acongoja solo puede ser morigerado con la certeza de que lo sublime, aquello que según Burke nos epata y conmueve, puede redimir nuestra mortalidad en forma de creación. Camus especulaba en El mito de Sísifo con que «la tensión constante que mantiene al hombre frente al mundo, el delirio ordenado que lo induce a acogerlo todo le dejan otra fiebre. En este universo, la obra es entonces la única posibilidad de mantener la conciencia y de fijar sus aventuras. Crear es vivir dos veces». De ser así, la obra vulgar y ordinaria, el arte simplón y prosaico, nos aleja de esa posibilidad de rozar el infinito. No dejemos, pues, que la trivialidad nos seduzca con su enésima representación: busquemos la oscuridad de Fosse para encontrar en ella, siquiera a tientas, la esperanza de nuestra fragilidad.
"El desafío no es superar a la IA en términos de «eficiencia artística», sino en superarse a uno mismo en términos de «curiosidad humana»"
Perfecto.
Que bien has puesto en palabras esa eterna búsqueda por la creación, el Arte, la necesidad del ser humano por crear algo que hace más preguntas que respuestas da. Comparto esa sensación de contradicción ante la necesidad y el plan que se “recomienda”. Reconozco que, cada vez que me encuentro con las fórmulas magistrales tengo que aterrizar y repetirme “ese es otro camino, no el mío”. Gracias por ir por otro camino, también.