El lugar supremo
Entre las prioridades de los seres humanos ¿qué posición ocupa –o dejamos que ocupe– la riqueza?
No era feliz. […] En los nervios, en la sangre, en el cerebro, sentía algo que no sabía definir: una fiebre que la poseía entera y le decía que había nacido para la riqueza y el dominio. En cambio, había nacido pobre, entre tenderos, entre gente que la habría creído loca de atar si hubiera conocido cómo era en realidad. Tal vez era aquello lo que la irritaba y la incitaba aún más. Quería luchar contra el escarnio que representaba su destino, y vencerlo. Luchar con habilidad y cautela, sin que nadie la viera perder la sangre fría; sin darse a conocer; valiéndose de las armas que tuviera a mano.
La herencia de los Ferramonti, Gaetano Carlo Chelli
No hace mucho hablábamos del dinero. Un tema espinoso donde los haya, porque a menudo es más complicado hablar del vil metal con la sinceridad necesaria; algo curioso si tenemos en cuenta que toda la sociedad actual, palmariamente capitalista, basa su funcionamiento en el intercambio de dinero.
A menudo escucho o leo inspiradoras soflamas en favor de perseguir sueños, disfrutar realidades y amar momentos sin caer en la tentación de pensar en lo material; la corriente de autoayuda que desde hace algunos años impregna el debate público, ya sea en forma de meditaciones para alejarnos del mundanal ruido o de estoicas renuncias a dormir la mañana, siempre evita tocar el tema del dinero desde una óptica pragmática. De hecho, cuando se alude a ello es más bien para aconsejar su desdeñamiento o para glosar la facilidad de conseguirlo. Parece, pues, que poseer dinero es una mera cuestión de decisiones: tú, simplemente, escoges tenerlo o no.
No obstante, esos torticeros mensajes obvian lo fundamental: en una sociedad compleja, regida por una miríada de relaciones tanto personales como jerárquicas, en la que ciertos actores operan con mayores privilegios que otros dada la desigualdad de poderes, es harto difícil que lograr algo dependa únicamente de nuestra voluntad. No existe ninguna ley de atracción que opere merced a nuestros deseos, por fuertes que estos sean, y no hay ninguna ventaja relacionada con la cantidad de horas de mindfulness que podamos practicar. El dinero, en la casi totalidad de los casos, no es un elemento que uno elija poseer, sino que viene dado por un sinfín de variables, de las cuales apenas podemos actuar sobre unas pocas.
Irene, la protagonista de La herencia de los Ferramonti, es muy consciente de ello y por eso decide utilizar todos los recursos a su alcance (las «armas que tuviera a mano»), honrados o no, para alcanzar el estatus que cree merecer. Ella, como muchos otros antes y después, pone en el dinero las esperanzas de poder, de felicidad, de dominio; ella, como muchos otros antes y después, ve la riqueza como el medio de alcanzar todo lo que desea. La cuestión se complica, no obstante, cuando admitimos —mal que nos pese— que el dinero per se no puede conseguir todo eso. «La opulencia, la "afluencia", no es más que la acumulación de signos de felicidad», sostiene Jean Baudrillard en La sociedad de consumo. Y es que en estos tiempos hemos convertido la abundancia en sinónimo de felicidad: hay que poseer mucho, viajar mucho, atesorar mucho… pero nada de todo ello nos asegura una vida tranquila. Y no es mi intención restarle valor al dinero. Como ya te dije hace unas semanas, para bien o para mal el dinero compra, sobre todo, tiempo: un recurso escaso en nuestros días que proporciona la tranquilidad para conseguir otras cosas. Nos engañaríamos ambos si pensásemos que disfrutar de la cultura, por ejemplo, o de la cercanía de seres queridos no precisa del privilegio de disponer de los recursos materiales suficientes.
Sin embargo, y siguiendo a Baudrillard, el quid de la cuestión estriba en diferenciar entre posesión y disfrute, entre importante y accesorio. Séneca exhorta a su hermano en su tratado Sobre la vida feliz: «Para mí, las riquezas ocupan algún lugar; para ti, el lugar supremo. En última instancia, las riquezas son mías y tú eres de las riquezas.» Una frase redonda, ideal para colgarla en redes sociales y acumular «me gustas», pero que hay que entender en toda su profundidad. Porque Séneca se refiere a «algún lugar» cuando habla de dinero: da por hecho que es un elemento necesario que se utiliza para unos determinados fines —y, por extensión, no para otros—, por lo que le asigna una posición dentro de su escala de valores. «Las riquezas son mías» no constituye una repulsa al dinero, sino un evaluación de su importancia: bien sabía el filósofo (aficionado, por otra parte, a una vida lujosa y acomodada) que el parné puede conseguirnos muchas cosas, aunque no sea el único ingrediente para alcanzar la felicidad.
Irene hará suya la máxima de Jean de La Bruyère en su obra Los caracteres: «Es posible enriquecerse en cualquier arte o en cualquier comercio por la ostentación de cierta probidad.» Como sucede tan a menudo, adoptará un papel en sociedad para lograr el ascenso dentro del mundo de lujo y admiración al que aspira; exactamente igual que ocurre hoy día con el auge de influencers, coaches, criptobros, estoicos, meditadores, traders y toda ralea de amables desconocidos preocupados por que puedas alcanzar la felicidad: esa felicidad que —claro que sí— te mereces y a la que no has llegado aún porque andabas perdido en un trabajo asalariado cuando tu afición por el macramé puede proporcionarte el negocio de seis cifras (número mágico) que te llevará a fotografiarte sonriente en Bali (siempre Bali) disfrutando de un atardecer impresionante y a construirte la casa de tus sueños en un entorno paradisiaco en el que puedas tener un gran ventanal y un setter irlandés que quedará monísimo en las fotos de Instagram.
Quizá lo importante es, en suma, comprender la distinción entre la posesión y el disfrute. Entre ambos conceptos hay claras diferencias, si bien existen una relación estrecha que no puede obviarse. Podemos, como Irene, obsesionarnos con la idea de que solo a través de la riqueza se puede alcanzar la felicidad; o podemos, como Séneca (excelentemente reinterpretado por Baudrillard), comprender que la primera no garantiza el segundo, pero sí que la facilita. Lo complicado, claro está, es vislumbrar en qué medida dependemos de estos dos conceptos y tratar de equilibrarlos: disponer de dinero suficiente para colmar un sinfín de sueños puede ser complicado, pero también puede serlo desdeñar el gozo de lo inmediato, de lo cercano, de lo posible. Confieso que yo aún no lo he encontrado.
Thoreau decía que los que tienen dinero son adinerados, que ricos son los que tienen tiempo.
Me gusta como cierra esa idea con la tuya de que el dinero - si lo sabes disfrutar - lo mejor que puede comprar es tiempo. En el momento en el que dejas de poseer el dinero, es cuando te lleva a la riqueza.
Me recordó a la mítica frase de José Mujica, expresidente de Uruguay: "Lo que consumes no lo pagas con plata, lo pagas con el tiempo de tu vida que tuviste que gastar para tener esa plata".
Estos días me he hecho un esquema para repartir mi tiempo entre los proyectos en los que me he metido para generar ingresos (de ellos hay dos que además me producen mucho disfrute), los que quiero hacer para nutrir mi conocimiento y saciar la sed de la que te comentaba el otro día, las actividades que tienen que ver con las relaciones sociales cercanas y no cercanas y, por último, las que se relacionan con el autocuidado (paseos por el río por ejemplo). Me he sentido afortunada de dedicarle un tiempo a ordenar mi vida de esta forma y a elegir en qué proyectos quiero estar, es decir, a qué quiero dedicar mi tiempo y me he sentido reconfortada.
Ya veremos en unos meses si puedo seguir pagando la cuota de autónoma pero ese es otro cantar.
Saludos desde mi utopía.