El lenguaje de dios
¿Las palabras tienen el poder de crear, de animar, de moldear? ¿Qué es lo divino sino un lenguaje común que transforma a las gentes?
Ambrose, sin embargo, tenía una idea tan elegante que Perry se preguntaba si ahí podía haber algo. La idea era que Dios podía encontrarse en las relaciones, no en la liturgia y los rituales, y que el modo de adorarlo y acercarse a Él partía de emular a Jesucristo en la relación con sus discípulos practicando la honestidad, la confrontación y el amor incondicional. Ambrose sabía tratar esos temas sin que parecieran un disparate e inspiró en Perry una teoría sobre el origen y funcionamiento de todas las religiones: aparece un líder carismático lo bastante desinhibido para emplear palabras cotidianas de una manera nueva, rotunda y contraintuitiva; el individuo anima a la gente que lo rodea a emplear a su vez esa misma retórica y el propio acto de emplearla genera en el adepto sensaciones distintas a cualquiera de las acostumbradas durante la vida cotidiana.
Encrucijadas, Jonathan Franzen
Las figuras mesiánicas o divinas provocan una peculiar atracción. En ellos encontramos aspectos humanos por su fragilidad, por su dolor o por su inocencia; de alguna forma, nos vemos reflejados en lo que más vulnerables nos hace. Por otro lado, sin embargo, esos hombres (siempre hombres, por desgracia) hacen gala de unas facultades que, más que divinas —por regla general—, son sobrehumanas: no llegan a distinguirse de nosotros ostentosamente, pero sus cualidades (morales, intelectivas) están muy por encima de lo que podamos alcanzar. Así, se funden en una sola figura elementos que la acercan, que la «humanizan», y otros que la sitúan en una esfera de comprensión inalcanzable.
En estos días, las circunstancias sociales y políticas me han recordado la creación de esas figuras. En realidad, como sabes, las encarnaciones divinas son un constructo humano: es evidente que es la sociedad la que moldea a sus ídolos, la que les da forma y los torna leyendas. A todos nos gusta identificarnos con un ser que ostente cualidades que quizá no podremos poseer jamás, o al menos fantaseamos con la idea de transformarnos en una suerte de mejor versión de nosotros mismos. Creo que estarás de acuerdo en la necesidad casi inherente de entronizar a esos arquetipos en los que podamos vernos reflejados o a los que podamos tomar como referentes. Quizá por eso, el proceso de divinización se ha «democratizado» hasta el punto de convertirlo en un producto de consumo.
Lejos quedan los tiempos en los que solo una personalidad (o un puñado de ellas, en todo caso) era considerada especial, reverenciable, única. Hoy nos topamos con individuos que son elevados a unos altares que toman en consideración atributos que tienen más que ver con la deriva social que con sus propias cualidades. La moral o el juicio no son piedras de toque para «crear» un ídolo: ahora tenemos gentes ante las que nos extasiamos por su voz, su aspecto, su riqueza, su desenvoltura… Tal vez no sean la versión posmoderna y capitalista del becerro de oro, pero se le parecen.
Y, una vez más, el quid de esta cuestión (como casi siempre analizamos tú y yo en esta newsletter) radica en el uso del lenguaje. Franzen, un escritor que juega con las palabras con hermosa habilidad, sospecha que las «palabras cotidianas» empleadas «de una manera nueva, rotunda y contraintuitiva» pueden llegar a cambiar una visión del mundo; tanto, de hecho, como para convencer a la gente de algo en lo que previamente no creía (o, si me perdonas el juego de palabras, no creía creer). Y es que el lenguaje es creador, generador, constructor no solo de ideas o teorías, sino de realidades: si, parafraseando a Wittgenstein, el lenguaje nos (de)limita el mundo que conocemos, a través de él también podemos (re)crear la realidad, (re)componerla y modificarla de acuerdo con aquello que entendemos dialécticamente, alcanzando la realidad a través de la palabra. Dios es el verbo, el Λόγος, porque con el lenguaje ejecuta la creación del mundo. Y no es banal esa conexión entre la palabra y la obra, porque ambas están intrínsecamente ligadas. Así como el golem encarna la fuerza telúrica a la que se insufla vida mediante un vocablo, también los relatos, cualesquiera que sean, cobran potencia en virtud de la lengua.
Si tal es el poder del lenguaje, todos podemos imaginar el amplio campo de actuación que llegan a tener los que lo someten a su antojo, los que lo utilizan con propósitos concretos: como en el caso de la novela de Jonathan Franzen, pueden cambiar formas de ver la realidad, lo cual no es sino una forma bella de ilustrar el hecho de que nos manipulen. Como casi todas las armas, la palabra puede parecer una simple herramienta, bruñida y elegante, pero en según qué manos se torna mortífera. Las ideas de dios, divinidades varias o figuras apoteósicas no son más que encarnaciones verbales que deslumbran con su verbo refulgente: lengua que araña, que hiere, que desarma, que cercena y que mutila.
Por eso es importante, como siempre te cuento en estas cartas, el conocer a fondo el lenguaje: como herramienta poderosa, su conocimiento nos faculta tanto para usarla a nuestro favor como para desenmascarar a los que pretenden utilizarla en nuestra contra. La palabra tiene el poder de permitirnos apartar el velo de la mentira y buscar la verdad —o lo más cercano a ella— en nuestra realidad; tiene el poder de armarnos de sabiduría para interpretar los hechos y discernir dónde reside la mentira y la falsedad; tiene el poder de arrojar luz sobre aquello que se envuelve en capas de verborrea para ocultar sus artimañas. El lenguaje siempre es un don que debemos aprovechar; no lo dejemos en manos de fariseos y adalides de la certeza; antes bien, arriesguemos nuestra piel probando su filo para encontrar lo que hay de cierto, de hermoso y de honesto en el mundo.
No sé si depende tanto de dominar el lenguaje, como de conectar con lo auténtico que tiene cada uno, cultivar la visión única y la intuición, y escribir desde allí, creo más bien que el lenguaje no nos pertenece, que, conectados al Misterio, es desde allí que podemos transformar
Siempre es un gusto leerte. Invitas a repensarse y eso es gratificante.
No sé si has leído La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia, de Enrique Díaz Álvarez. Un ensayo interesante sobre la la palabra y el testimonio, fuerzas incontenibles, que hacen temblar el silencio que permanece después de la violencia.
https://www.anagrama-ed.es/libro/argumentos/la-palabra-que-aparece/9788433964403/A_565