El hastío despreocupado
La vida es social por definición. ¿Es necesario o deseable llevar esa socialización a todos los ámbitos?
Se aburría mucho, no obstante. No le gustaba la vida de sociedad; se prestaba a ella por prejuicio y soportaba las largas veladas sofocando los bostezos en la garganta y el sueño tras los párpados; […] padecía, pues, el tormento de los nervios y no el de los deseos, privada de todas las absorbentes preocupaciones de las almas sencillas o ardientes; y vivía con despreocupado hastío, sin esa fe que suele tenerse en la dicha, buscando únicamente diversiones y dolorida ya de cansancio por más que creyese estar satisfecha.
Nuestro corazón, Guy de Maupassant
Las novelas decimonónicas están repletas de fastuosas veladas en los salones de grandes damas: lujosas fiestas en las que se dan cita renombrados artistas, encumbrados miembros de la nobleza pedestre, ilustres pensadores, circunspectos políticos y un puñado de arribistas que fraguan su ascenso social con la aparición en todo tipo de celebraciones que les permitan codearse con eso que ellos (y muchos más) consideran la flor y nata de la civilización. En esas novelas, las reuniones sirven a sus protagonistas no solo para lucir sus galas y riquezas, sino también para enseñorearse de aquellos a quienes seducen con la efusión de su opulencia: atrapados en las redes de la magnificencia, del esplendor, del dinero, los invitados rendirán una pleitesía inmarcesible a los representantes de esa fascinación… hasta que vengan desbancados por sus —ineludibles— sucesores.
Hogaño, quizá por desgracia, no existen ya esos salones y esas veladas (no, al menos, con la abundancia de aquellos tiempos); sin embargo, la «vida social», entendida como una actividad, las candilejas que encandilan y deslumbran, siguen atrayendo a mucha gente con sus hermosos cantos de sirena. Existen multitud de actos, espectáculos, reuniones y ceremonias que nos impelen a la congregación, que nos atraen con la esperanza —como la de aquellos petimetres que aspiraban a medrar— de conocer, de destacar, de fascinar, de ilusionarnos. Además, en estos tiempos las reuniones han devenido también virtuales, de forma que las opciones de codearnos con los demás, de alternar en nuevos espacios, se han multiplicado; ahora la socialización es casi una forma de vida, un estado inherente al mero hecho de existir.
Cualquiera podría pensar que hemos llegado a un momento en el que no podemos resistirnos a relacionarnos con los otros en todo momento. No obstante, también aprecio síntomas, cuando hablo con otras personas, de ese cansancio que la satisfacción no puede ocultar del que hablaba Maupassant (por boca de su personaje, Michèle de Burne). La formidable presión para que nos mezclemos en los nuevos salones del siglo XXI no hace sino explotar la innata necesidad del ser humano de ser aceptado, de ser incluido en un grupo. Pero ese miedo a la exclusión se debilita cuando las pérdidas superan a las ganancias; cuando no hallamos una «auténtica satisfacción» en sociedad.
Y es que las relaciones humanas pueden convertirse en una carga, en una jaula de oro de la cual ignoramos desear escapar, pero que no deja de atraparnos entre sus refulgentes barrotes. El escritor ruso Iván S. Turguénev lo describe a la perfección en una de sus novelas cortas, Aguas de primavera: «Nunca se había sentido tan cansado, tanto física como anímicamente. […] nunca ese taedium vitae del que ya hablaban los romanos, esa "aversión a la vida" lo había poseído y lo asfixiaba con tanta fuerza». Su protagonista, Dmitri Sanin, también es un joven despreocupado (como madame de Burne) que, sin embargo, siente amargura ante el vacío de una sociedad que solo ofrece banalidades, oropeles y sinsentidos.
Los personajes de Maupassant y Turguénev son ejemplos de que la exuberancia en las relaciones sociales siempre ha tenido sus consecuencias funestas en algunas almas sensibles. La soledad no es un estado deplorable al que haya que temer, sino una necesidad íntima del ser humano; una forma de reconciliarnos con nosotros mismos y de prepararnos para las dificultades. Solo hablando de tú a tú con nuestro yo (perdóname el ramplón juego de palabras) somos capaces de resolver dilemas, de encontrar preguntas, de hallar caminos. Las incógnitas de la personalidad no se despejan en ecuaciones, sino que se exploran con paciencia y con tranquilidad, algo imposible si nos dejamos ensordecer por el poderoso grito de la vanagloria social.
El hastío no es sino apatía, que en griego (ἀπάθεια) significa una ausencia de pasiones: algo a lo que, por cierto, aspiraban los estoicos, ya que se alcanzaba así un estado sin alteraciones del ánimo que afectasen a nuestros sentimientos. Y así considero que es el hastío social que experimentan Burne o Sanin: un vacío emocional frente a ese otro vacío que es el parloteo colectivo, la cháchara de la masa que se pavonea en los salones, sean del tipo que sean, con el único ignorado objetivo de escapar de las incómodas dudas que se nos presentan en el día a día. La aversión no es tanto a la vida, pues, como a la ausencia de ella: a la falta de expectativas, de retos, de ideas, de temores, de pasiones, de curiosidades y de saberes.
De saberes, sí, porque el conocimiento es fruto de un trabajo tan arduo como solitario. Como seres sociales necesitamos a (y de) los demás, qué duda cabe; sin embargo, la labor intelectual casi siempre se realiza en solitario. Si no nos atrevemos a plantearnos retos a nosotros mismos, a conocernos tan fielmente como nos sea posible, a ser conscientes de nuestros vicios y virtudes, poco importará cuánto nos relacionemos con otras gentes, porque no tendremos nada que ofrecerles. Los salones se enriquecían por la calidad de las personas que los frecuentaban, no tanto por su cantidad ni mucho menos por su prestigio social. Hoy deberíamos tener muy presente que la facilidad para reunirnos y el apremio para hacerlo no es sino una carrera hacia una preeminencia impostada que fagocita el pensamiento y beneficia la afectación. Bien lo expresaba Baltasar Gracián: «Más ofende el ostentar la dignidad que la persona».
Para mí, lo peor, aparte de esas reuniones sociales que mencionas, son los supuestos lazos sociales con personas con las que trabajas. Eso sí que me aburre. Salvo cuando tienes una buena relación con determinados compañeros de trabajo, lo de salir de copas, a comer, e incluso de viaje, con personas con las que sólo te une que ya estás una serie de horas en el trabajo me parece un sinsentido. Pero hay gente que las cultiva con verdadera maestría para ascender, a pesar de lo cual me sigue pareciendo un soberano aburrimiento estar con gente con quienes no te une nada de nada, sólo por la posibilidad remota posterior de que esos "amigos" (que no son más que personas con intereses comunes) puedan algún día apoyarte para ascender o al revés si tú asciendes antes.
A mí me gusta establecer una diferencia marcada entre las grandes reuniones sociales (más de 6 ó 7 personas), las medianas (3 ó 4 personas) y cuando estamos a solas con otra persona. Las grandes reuniones me cansan mucho. Da igual que aprecie enormemente a todos, pero son erráticas, unos pocos dominan la situación mientras otros muchos no abren la boca y la temática suele (no siempre) ser tremendamente aburrida (suele ser lo necesario en grandes grupos para que todo el mundo esté a gusto). Por la contra, juntarme con grupos de 4 ó menos personas permite tener ciertas conversaciones menos comunes y dar rienda suelta a todo eso que te ha pasado por la cabeza y que aún no has compartido con otros. Me enriquecen y, por ello, las prefiero.
Todo esto no quita que estar solo me guste. Como bien dices, es el momento en el que tu cabeza construye esas ideas que luego puedes compartir, discutir y moldear poco a poco.
Gracias por traer esta interesante reflexión.