El espíritu del ser humano
La fuerza de la especie no reside en la edad, sino en el prurito inherente en toda persona de avivar la llama que arde en su interior
La confección de un anzuelo, la manufactura de una taza de porcelana y la producción de un programa televisivo se basan, en definitiva, en el mismo proceso de combustión. Las máquinas que hemos inventado tienen, al igual que nuestro cuerpo y nuestra nostalgia, un corazón que se consume con lentitud. Toda la civilización de la humanidad, desde sus comienzos, no ha sido más que un ascua que con el paso de las horas se torna más intensa, y de la que nadie sabe hasta qué punto se va a avivar y cuándo se va a extinguir.
Los anillos de Saturno, W. G. Sebald
Dicen que la edad, cumplir años, envejecer, provocan un vuelco en la forma de mirar el mundo. Quizá has escuchado decir que cuando uno se hace mayor se vuelve más conservador en todos los sentidos: se encastilla en sus posiciones y no tiene deseos de explorar nuevas ideas; algo que, en mi limitada experiencia, he podido constatar en algunas personas… pero no en todas. Supongo que, como todas las hipótesis, esta visión tiene muchas excepciones; madurar no debería implicar una renuncia a lo «nuevo», a lo «diferente». Creo que esa percepción no deja de basarse en una cierta lucha intergeneracional en la que los jóvenes desafían el papel de sus mayores en la sociedad, apoyándose en la posibilidad de que sean ellos y sus planteamientos los que ostenten la razón. (Solo años más tarde entenderán que «razón» es un término casi aporístico en sí mismo.) En cualquier caso, la capacidad de obrar cosas nuevas, de acometer nuevos retos y de afrontar situaciones adversas no desaparece con el paso del tiempo: si acaso, se transforma por el continuo embate de los años, la paciencia, la experiencia y la sabiduría.
«Estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo», apuntó Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad. Y es que puede haber dos formas de interactuar con el mundo y avivar esa ascua de la que hablaba Sebald: la impulsiva y romántica que se corresponde con la juventud, y la paciente y sabia que se relaciona con la madurez. De hecho, pienso que no pueden existir la una sin la otra; cuando se requieren grandes cambios, terremotos que nos afecten como humanidad y que cuestionen lo que dábamos por inamovible, es preciso recurrir a la explosividad y la veteranía. Donde unos ponen la pasión desbordante, capaz de arrasar presupuestos con la ilusión de los sueños, otros contribuyen con la estrategia fruto de la mirada sagaz y cauta, tejedora de planes urdidos con la inteligencia del tiempo.
Aunque sea un amante de la soledad, como ya sabes, me resulta hermosa esta conjunción de bisoñez y arrugas, este constructo de fuego y roca que deviene revolución. Sin embargo, para que esa fuerza casi telúrica se dé es preciso contar con un grado de unidad. Hoy día (también he hablado mucho de ello en esta newsletter) es difícil encontrar conexiones sólidas que constituyan la base para avivar ese fuego que combustiona y genera civilización. Dice Byung-Chul Han en su ensayo En el enjambre que «los habitantes digitales de la red no se congregan. […] Constituyen una concentración sin congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin interioridad, sin alma o espíritu.» En efecto, en estos tiempos el poder de la masa como sujeto actuante, como fuerza impulsora, se ve muy diluido en un océano de microegos que, pese a bracear hacinados piel contra piel, son incapaces de hallarse para contribuir a su bien común. La combustión de Sebald, esa chispa divina que llevó a una especie a dominar todo un planeta, se ve sofrenada, curiosamente, por la atención dispensada al fuego interior de cada uno de nosotros, a las llamas que solo iluminan el espacio vacío que hemos creado con nuestra mirada vuelta hacia dentro.
Pero no escribo estas líneas con el escepticismo de la edad (que uno ya va teniendo…) ni con el pesimismo del desconfiado, al contrario: me ilusiona la humanidad, creo que sigue existiendo esa fuerza interior que nos mueve a crear, soñar, corregir, desafiar y aprender. Me resulta imposible imaginar un mundo en el que ese espíritu no se remueva como un animal enjaulado y nos obligue, a pesar de miedos y creencias, de castigos y dudas, a actuar en pos de aquello que anhelamos, sea lo que sea. Como escribe Amélie Nothomb en Biografía del hambre, «Dios estaba presente en el hecho de tener constantemente sed de la fuente, esa virulenta espera mil veces saciada, satisfecha hasta el éxtasis inagotable y que, sin embargo, nunca quitaba la sed, milagro del deseo culminante en el culminante goce.» En esa sed nos veo a todos reflejados, ávidos del agua que fluye por nuestras propias venas, de esa energía que a lo largo de los siglos ha generado melodías que rompen corazones, libros que arrancan las lágrimas, instrumentos que nos regalan tiempo, leyes que exorcizan la maldad o lazos que desafían al mundo.
Aunque soy el primero que considera que algunos mecanismos, comportamientos e ideas socavan algunos principios generosos de la sociedad, también me gusta pensar que hay un alma (llámalo como quieras) que está por encima de usos y costumbres, de evoluciones y modas, y que nos insufla el vigor para seguir progresando como especie. No hablo solo de invenciones técnicas o de teorías sociales: en realidad pienso en el ser humano como animal social, como parte de un todo, como gota minúscula, pero esencial, de ese océano que llamamos mundo. Pienso en un alma que nos empuja a ser mejores per se, como una impuesta maldición benigna que hace que nos sobrepongamos a las envidias, los odios o las desesperanzas y expongamos nuestra luz al resto. Pienso en un ascua, como la de Sebald, que se agita y se ahoga y se alza, expuesta siempre a la tormenta de la eternidad, pero, justamente por eso, siempre fuerte y eterna.
¡Que bonito texto, Emi! Para mí, «envejecer» en la actualidad no es más que otra convención construida. Cierto es que el cuerpo se consume, pero no así la llama del alma. De hecho, mi abuela comenzó a pintar a los 93 años, y hasta hace poco, se pasaba horas y horas a sus pinturas. Ver la dedicación que le ponía, y la ilusión con la que las mostraba y compartía era todo un soplo de vida.
Me gusta mucho esta idea «Y es que puede haber dos formas de interactuar con el mundo y avivar esa ascua de la que hablaba Sebald: la impulsiva y romántica que se corresponde con la juventud, y la paciente y sabia que se relaciona con la madurez». Comparto 🙂
«los habitantes digitales de la red no se congregan. […] Constituyen una concentración sin congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin interioridad, sin alma o espíritu.» Es interesante esta frase: creo que vivimos en un momento en el que sale a flote que una gran parte de la gente no quiere escuchar sino ser escuchado. Claro, escuchar a Leonardo da Vinci hablar sobre la Mona Lisa o a Goya sobre las pinturas negras, a Savingy sobre el Derecho en el siglo XIX y la pulsión romántica que afectó a sus concepciones o a Kant explicarnos el imperativo categórico no creo que molestase a nadie. El problema es que para poder hablar de algo primero hay que saber sobre ello, estudiar y comprender. Precisamente por eso esta idea de ser escuchado, si bien puede ser bueno desde el punto de vista del equilibrio mental, puede no serlo para el diálogo con el resto.
Y de hecho es (creo) a lo que se refería Bertrand Rusell en la cita que incluyes: "«Estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo». Si no se conoce la realidad, sólo queda hablar de lo que uno siente pero eso será siempre desproporcionado (y poco racional) porque cada uno somos sólo una gota en el océano o una brizna de tierra en la playa. Sólo la verdadera erudición hace que lo que se escriba realmente suponga una diferencia y sea recomendable leerlo (el tiempo, una vez usado, no vuelve). Pero no principalmente por el autor de lo escrito (no por esa desproporcionada afirmación del yo) sino por la formación y enriquecimiento espiritual y formativo de quien lo lee.
PS: tengo una alergia al polen que me ha quedado sin voz. Espero no haber puesto alguna burrada (nivel "en su cabeza sonaba espectacular" :P).