El deseo de marcharse
No todos los viajes son caminos de descubrimiento, sino que a veces nos muestran la ignorancia que llevamos con nosotros
Voy hacia una pequeña ciudad, y llego ya a una altura desde la cual la diviso. Está situada en medio de la pendiente; un río baña sus muros y corre luego por una hermosa pradera; tiene un espeso bosque que la protege de los vientos fríos y del aquilón. La contemplo a una luz tan favorable, que cuento sus torres y sus campanarios; me parece como pintada sobre la falda de la colina. Exclamo: «¡Qué gusto vivir bajo un cielo tan bello y en un lugar tan delicioso!». Desciendo a la ciudad, y apenas he dormido en ella dos noches cuando ya me parezco a sus habitantes: siento el deseo de marcharme.
Los caracteres, Jean de La Bruyère
Cuántas actividades podemos llegar a ejecutar en un solo día…: madrugamos, trabajamos, nos ejercitamos, vemos series, leemos libros, charlamos, alternamos, discutimos, amamos, nos enfadamos, ansiamos, desesperamos… Aunque en ocasiones nos parezca que las veinticuatro horas de la jornada han sido escasas, en verdad realizamos tantas tareas que parece imposible determinar con exactitud qué hemos hecho, cuándo y, a veces, por qué. La velocidad de la vida ha llegado a ser tal que es difícil enumerar las cosas que han representado algo verdadero para nosotros cuando apoyamos la cabeza en la almohada y cerramos los ojos.
Tal vez por eso estamos tan ansiosos de novedad, de frescura, de belleza. Necesitamos impregnar el tejido de nuestra existencia con un tinte brillante y colorido para arroparnos de nuevo entre sus hilos y sentir, creer, que la calidez nos acoge de nuevo en su seno. El día a día, los compromisos y las rutinas han ido urdiendo una cinta de Moebius por la que caminamos sin descanso, sin paradas y sin pausas. Casi sin darnos cuenta, la vida se desdevana ante nosotros sin ser conscientes, impertérritos ante los mínimos cambios e incapaces de salirnos del sendero que una miríada de elementos han tramado para hacer de nuestra existencia, en teoría, un tránsito agradable.
Es probable que el viaje sea una de las formas más usuales de escapar de esa suerte de figura de Escher que es nuestra cotidianeidad. No solo podemos acceder a paisajes, lugares, entornos y personas diferentes, sino que —quizá más determinante— dejamos atrás todo lo que convierte la existencia en un reloj de arena volteado incesantemente. Trasladamos nuestra atención y así conseguimos olvidar, siquiera por unos días, el frustrante y atronador silencio de una vida que solo parece completa si se contempla desde fuera. Todo es bello y vibrante cuando no lo conocemos: cielos más azules, sabores más intensos, sonidos más melodiosos y personas más acogedoras. Hasta que, como La Bruyère, despertamos del sueño y nos damos cuenta de que la vida suena igual en todas partes: también hay suciedad, también hay gente desagradable, también hay colas y prisas y sudores y tráfico y agobio y… soledad.
Porque la vida no parcela sus dominios: allá donde estemos nos señala las carencias, las ausencias y los temores. Alejarnos de lo habitual para sumergirnos en los fuegos de artificio de lo desconocido solo actúa como un narcótico: como esa respiración profunda que tomamos antes de afrontar un deber incómodo. Calmamos la ansiedad durante unos instantes, pero el oleaje bate fuerte de nuevo en cuanto el chute de novedad se desvanece. Entonces solo nos quedaremos inermes ante la palmaria certeza de que nada puede saciar nuestra sed… excepto nosotros mismos. El problema es que, entretanto, en esa búsqueda vana de imposibles seguridades, contribuimos a que otros semejantes vean sus cotidianeidades degradadas por nuestras ansias de escapismo moderno. Así, de una forma inquietante todos vamos acumulando un remanente de ansiedad que esparcimos por doquier: hoy somos nosotros los que acarreamos la angustia, mañana serán otros los que vengan a depositarla en nuestro hogar.
El deseo de marcharse del que habla La Bruyère es tan antiguo como el mundo: todo ser humano tiene una chispa de inconformismo dentro de sí, una chispa que le acicatea y le pincha, que le inflama y azuza, y que le incita a superar sus límites. Como todos los dones, tiene un doble filo: es un poderoso motor de creación, pero también un incesante y molesto prurito. Quizá por eso es fácil malinterpretar sus señales y pensar que un vacío es fruto de algo externo. En realidad, la mayor parte de las veces ese deseo acuciante de contemplar nuevos horizontes no es más que un ansia desesperada por escapar de algo conocido, de algo cercano, que no queremos afrontar. Puede que no sea (no suele serlo) un miedo cerval, una frustración dolorosa; pero ahí está y ahí seguirá, por muchos kilómetros, fronteras u océanos que tratemos de interponer.
Encontrarse a uno mismo, como se suele decir de forma rimbombante, no es algo que hagamos mediante acciones dirigidas «hacia afuera»; si lo piensas, es manifiestamente obvio que el entorno no tiene por qué influir en lo que decidimos hacer con nuestro yo. Primo Levi confesaba en una entrevista que, encerrado en Auschwitz, «experimentaba el deseo intenso de comprender» a pesar de las circunstancias. Nada material es preciso para interpretarnos, para cultivarnos, para cuidarnos; ningún lugar nos proporcionará el sosiego que no nos concedemos a nosotros mismos; ninguna persona nos desvelará el misterio del equilibrio del alma.
Buscar en los viajes un descanso para el espíritu es una tarea propia de Sísifo: contemplaremos nuevos cielos, haremos nuevas fotos, recorreremos nuevos caminos… pero la roca, inevitable y obstinada, rodará de nuevo, una vez más, hacia el pie de la montaña. Los lugares no son el destino en sí mismos, sino simples paradas en un trayecto de mucha mayor envergadura; atracar en esos puertos sin comprender el porqué del propio viaje y la ruta que seguimos no servirá sino para acumular incertidumbres y miedos, amén de causar inopinadas adversidades a otras personas que, como nosotros, también buscan sus respectivas sendas vitales con la misma inquietud. Antes de lanzarnos a esas aventuras, quizá deberíamos tomar un hondo respiro y pensar si, tal vez, sentiremos el deseo de marcharnos en el momento de llegar.
Emi, tu texto me lleva a pensar en cuántas veces huimos en busca de la paz, y solo con los años y unos cuantos errores, aprendemos que viajan con nosotros la felicidad y la tristeza, la confusión y la certeza. Somos todos eso y más, en donde quiera que estemos. También me lleva a pensar mucho en el universo perverso en el que pueden convertirse las redes sociales, en donde creamos un mundo que quizá es el ideal y no el real, corremos el riesgo de creerlo y ahí hay otra olla de presión que puede explotar. Gracias por compartir estas reflexiones ❤️🩹
Te he leído y releído y no sé bien por qué me has evocado a Pessoa, alguien a quien acudo siempre que estoy perdida o el desasosiego me aprieta...
Gracias, Emi, leerte es siempre reconfortante.