El descrédito de la queja
Lamentarse parece una debilidad, pero nadie quiere al dolor como compañero de viaje
Nunca quejarse. La queja siempre trae descrédito. Más sirve de ejemplar de atrevimiento a la pasión que de consuelo a la compasión. Abre el paso a quien la oye para lo mismo y es la noticia del agravio del primero disculpa del segundo. Dan pie algunos con sus quejas de las ofensiones pasadas a las venideras y, pretendiendo remedio o consuelo, solicitan la complacencia, y aun el desprecio. Mejor política es celebrar obligaciones de unos para que sean empeños de otros y el repetir favores de los ausentes es solicitar los de los presentes, es vender crédito de unos a otros. Y el varón atento nunca publique ni desaires ni defectos, sí estimaciones, que sirven para tener amigos y de contener enemigos.
Arte de prudencia, Baltasar Gracián
Qué difícil es pasar por los malos momentos sin quejarse; aunque la queja traiga el descrédito, como afirma Gracián (y siempre es así), no es menos cierto que evitarla puede considerarse una cualidad al alcance de muy pocos. De hecho, incluso las personas más morigeradas, más sabias, más estoicas, sufrirán algún instante de debilidad y angustia que les conducirá, irremisiblemente, a expresar su disconformidad. El objeto de esta es mutable: la naturaleza, el clima, la obligación, el dolor, la ausencia, el vecino, la avaricia —de los demás, por supuesto—, el delito, la pena…; los motivos para lamentarse son infinitos: si no los podemos mesurar con exactitud, incluso tendemos a exagerarlos o inventarlos, porque la imaginación no es óbice para nuestro derecho al pataleo.
Quejarse, ciertamente, se puede convertir en un hábito malsano (si es que no se padece inherentemente desde la cuna; todos conocemos ejemplos…) si se prolonga en el tiempo y permitimos que se erija en la forma de afrontar nuestros choques con el mundo; y no se trata de convertirse en los arquetípicos gruñones que abundan en la ficción: puede darse el caso, pero es más bien un tópico sarcástico que un modelo real. Pensaba, más bien, en el desequilibrio que el desasosiego constante provoca en nuestra escala de valores.
Escribía Séneca en Sobre la tranquilidad del espíritu las siguientes líneas: «evitemos principalmente a los tristes y a los que de todo se lamentan, a quienes nada les gusta si no es motivo de quejas». Como buen estoico —con sus matices, como mostraba
hace poco—, Séneca basa la templanza del espíritu en juzgar las cosas de forma adecuada, sin dejarse llevar por las emociones; en el caso de la queja es evidente que la desazón ante un revés, un acontecimiento o una persona nos puede conducir a establecer opiniones futuras que nada tienen que ver con el efecto real que experimentaremos, sino que habremos arrastrado el peso de la inquietud hasta convertir todo en una rememoración de aquello que nos hizo mal.Sí, lo sé: nada es tan sencillo ni se puede simplificar hasta ese punto. Lo sé y no pretendo convertirme un tu persona vitamina, ni darte unas palmaditas en la espalda, ni animarte a olvidar tus frustraciones porque lo que sientes es lo que eres. La cruda verdad es que, por mucho que Gracián nos advierta contra las perversidades de la queja y que Séneca nos urja a evitar a los tristes, la vida está llena de momentos en los que un lamento, una protesta o un grito son la única forma de expresar nuestra disconformidad. Quejarse no es solo una forma de ser, un rasgo de personalidad que molesta a los demás (Séneca continuaba diciendo que el «que protesta por todo es un enemigo de la tranquilidad»), sino que puede tornarse en una suerte de protesta contra lo injusto, contra lo doloroso, contra lo adverso. La sociedad recurre a las manifestaciones cuando quiere declarar su desacuerdo con aquello que considera inicuo; de la misma forma, el individuo —siguiendo los pasos de La Boétie o Thoreau— recurre a la queja cuando quiere proclamar su furia con las circunstancias.
El verdadero problema estriba en discernir la conformidad de nuestro malestar con las circunstancias reales y, sobre todo, con las apropiadas. Quejarse, pues, de aquello que en realidad no fastidia o que en secreto deseamos no es más que una manera sibilina de provocarnos angustia y desazón. La marquesa de Merteuil afirma en Las amistades peligrosas que «se emplea la vida en observar [las inconsecuencias], en quejarse de ellas, y en practicarlas»: en efecto, nada hay más absurdo que enojarse por las cosas que hacemos por voluntad propia. El gusto por la queja se revela entonces como una pataleta infantil que pretende negar el deseo que nos devora, pero que nos avergüenza admitir ante los demás. Pretendiendo consuelo, como sentencia Baltasar Gracián, provocan el desprecio. Pero ese desprecio es propio, íntimo, tanto provocado como padecido, causa por la que la actitud pesarosa nos impone una carga pesada con la que convivir. Maldecir la fortuna, aullar contra el dolor, son exhalaciones de un alma malherida que debe gritar para sobrevivir; sin embargo, gimotear contra la banalidad es una receta segura para el reconcomio. Y nada hay más pesaroso que una conciencia que rumia sin cesar por aquello que es nimio o, simplemente, no existe.
La angustia es un sentimiento desolador que, como seres humanos, necesitamos desfogar; es en ese punto donde la queja encuentra su cauce de expresión y nos permite deshacernos de un peso para poder juzgar los acontecimientos con lógica. Dejarnos llevar por el placer del resentimiento para convertir la pena en un gozo autocomplaciente, por el contrario, nos aleja de la tranquilidad y, al tiempo, aleja también a los demás. Dice Hannah Arendt en La condición humana que el dolor es el modo «en que la vida […] se deja sentir»: no dejemos, pues, que ese sentimiento domine nuestros días más allá de lo indispensable.
Quejarse es otra de esas palabras con varios significados en uno que muchas veces llevan a confusión. Por un lado está la queja que surge de la pena o el dolor (para los que los ingleses utilizarían "moan") y por otro está la queja que surge de la disconformidad (para lo que los ingleses utilizarían "complain").
Yo suelo a defender a capa y espada que quejarse ("moan") está bien, pero que es muy importante el momento, la compañía y, en general, el contexto de la queja. Simplificando: queda feo quejarse de que solo te han subido un 10% de sueldo a tu amigo desempleado. Y, en la medida de lo posible, no abusar.
Por otro lado, la queja ("complain") bien utilizada puede tener un gran valor de interacción social. En el entorno laboral he encontrado que una queja con tintes humorísticos / sarcásticos, puede ser una magnífica forma de romper el hielo y hacer una reunión más distendida. En otras ocasiones, he utilizado la queja como mecanismo para crear un vínculo que ayuda a otras personas a hablar de forma más abierta sobre preocupaciones que en otras ocasiones por aparentar ser aguafiestas.
Yo soy mucho de "complain" y poco de "moan". Por eso suelo resultar gruñón, pero queda claro más o menos rápido que doy a las cosas la importancia que tienen y no suelo preocuparme en exceso por nada.
Muy interesante, como siempre!
A nosotros nos inspira mucho la perspectiva de la Medicina Tradicional China sobre la rabia. La queja muchas veces parte de la rabia hacia una situación que es injusta, y la MTC dice que la rabia y la creatividad son la misma energía, solo que la rabia es esa energía en desequilibrio. El deseo de cambiar algo es lo que nos moviliza a destruir lo viejo y a crear algo nuevo. Quizá la queja sea la manifestación más inconsciente e impulsiva de esa rabia por algo que no es justo o que no es como nos gustaría (y en este caso hay que analizar si eso que nos gustaría es realmente bueno o fruto de nuestro egoísmo o ignorancia).