El color del dinero
Quizá no todo se puede comprar, pero ¿cuántas cosas podemos alcanzar si no tenemos suficiente?
Pero no tengo tanto dinero como para permitirme la auténtica soledad. Hay que tener dinero para poder privarse de él.
Los Effinger, Gabriele Tergit
Ah, el dinero. El vil metal, la odiosa moneda, el motor del mundo. Avaricia, egoísmo, crueldad, traición, disputas, guerras, invasiones. La tragedia del alma oscura del ser humano acuñada en forma de pequeños discos que seducen como un súcubo predador arrebatado por hacerse con de nuestra alma. Poesía de la codicia, música de la tacañería. Germen de tantas brillantes obras de arte y de tantos crímenes espeluznantes. Ángel y demonio. Cielo e infierno.
Sin embargo, existe un consenso acerca de la banalidad del dinero. «El dinero no da la felicidad», dicen. Nos deseamos salud ante todo cuando lo perdemos o no lo tenemos. Restamos importancia a su posesión y nos centramos en aspectos más espirituales de la vida. «Con dinero puede comprarse todo, pero no el conocimiento», afirma el gran Nuccio Ordine en Clásicos para la vida, con toda la razón. «A nadie el dinero lo ha hecho rico; por el contrario, a todos les ha infundido una mayor codicia», sentencia Séneca en sus Epístolas morales a Lucilio. En suma: desdeñamos el dinero… o eso creemos.
Ya sabes, evidentemente, que vivimos en una sociedad capitalista, en la que los intercambios de todo tipo de bienes (no solo materiales) están condicionados al valor económico que se les asigna. Como no soy experto en este campo, me abstengo de entrar en detalles, pero nos basta con aceptar una verdad tan palmaria como obviada: todo tiene un precio. Y si utilizo las cursivas en el adjetivo es porque tienes que entenderlo de forma literal: cada una de las cosas de este mundo está tasada. De una forma u otra, pagamos por todo aquello que consumimos, ya sea físico o inmaterial, ya sea imprescindible o superfluo, ya sea cercano o lejano.
El dinero «colorea» aquello que adquirimos con él. Si suspiramos por algo con ansia, nos parecerá más hermoso cuando al fin lo consigamos, mientras que si lo percibimos como prescindible, lo más probable es que nos resulte oneroso pagar por ello. Frente a los luminosos tonos de nuestros deseos, están las tenebrosas pinceladas de lo que rechazamos —aunque no podamos pasar sin ello—. El lienzo de nuestra economía, de nuestra cuenta de gastos, probablemente parezca una creación de Jackson Pollock, trenzada de chorreones vivos que se superponen y entrecruzan con tonalidades grises.
La crudeza de la vida (adulta, al menos, ya que los niños viven felices en su ignorancia de nuestras cuitas) reside en comprender, por las buenas o por las malas, que coloreamos absolutamente todo. No solo pagamos un precio por lo que podemos tocar, sino por aquello en lo que no reparamos, en lo que no pensamos; lo inmaterial, lo inadvertido, tiene en verdad un valor tangible bien mesurado, aunque la mayor parte del tiempo no nos percatemos de ello. De hecho, la sociedad ha devenido en algo que compra y vende elementos que, a priori, nos parecen ajenos a la esfera económica, pero que constituyen su base en tanto conforman una parte importante de nuestras vidas. Así, el tiempo, el arte, el ocio y la cultura, términos que designan nociones comúnmente consideradas «trascendentales» —tanto por su importancia como su repercusión en la existencia humana—, se han convertido en bienes intercambiables, en mercancías tan palpables como una barra de pan, una estantería Billy o un BMW.
De alguna manera, nuestras almas delicadamente espirituales, cósmicas y puras se niegan a asignar a esos elementos una condición tan espuria; claro que el tiempo no se vende: ¿cómo podría? Sería indigno del ser humano traficar con los granos del reloj de arena como si fuesen quincalla de un mercadillo. Y ¿qué hay del arte?; ¿del metafísico, inmaculado y sublime arte? O ¿qué decir del ocio?; ¿podría intercambiarse sin más nuestra relajación, nuestra libertad para disfrutar de la vida, nuestra holganza despreocupada? Y mientras el mundo se carcajea de nuestra ingenuidad, más pronto que tarde nos topamos con que… sí, claro que todo eso —y más— puede comprarse y venderse; se puede traficar con la cultura y se puede mercadear con el tiempo. La sociedad ha llegado al consenso de que todo puede ser comerciado mientras haya dos agentes en juego: alguien interesado en vender y alguien ansioso por comprar. Sencillo.
A todos (o, al menos, a ti y a mí) nos gustaría que la vida no fuese tan estrictamente económica; que no todo tuviese un valor específico, designado en un precio concreto; que hubiera cosas que se disfrutasen sin más, sin baremos, sin previsiones. Por eso el personaje de la novela Los Effinger expresa su anhelo respecto al dinero: hay que tenerlo para desposeerse de él. Aunque consideramos que hay cosas que están por encima de lo material, la realidad nos impone una aceptación dolorosa: debemos pagar por todo aquello que disfrutamos, lo creamos o no. Tener tiempo libre no es una opción que escojamos —más allá de una buena organización de nuestra jornada—; gozar de una obra artística solo es posible bajo unas determinadas circunstancias; acceder a la cultura puede ser una batalla cruenta sin unos mínimos bagajes; el ocio solo es tal cuando podemos decidir el momento en que se nos da. Muchas de las cosas que damos por supuestas en su gratuidad son, en realidad, artificios económicos de los que disfrutamos solo si cumplimos unos requisitos monetarios. La realidad es que vivimos en un mundo en el que las creencias de lujo nos impulsan a actuar como si tuviésemos solucionadas ciertas necesidades que, en verdad, no siempre están cubiertas. Por eso conceptos a priori abstractos o inaprensibles, como el tiempo o el ocio, nos resultan cercanos y alcanzables, cuando en verdad su posesión depende de un estatus —hasta cierto punto— de privilegio. Hay que tener dinero para elegir no hacer algunas cosas y, por supuesto, para escoger disfrutar de otras muchas.
Quizá es algo que merece la pena recordar cuando, como yo, te sientes en tu cómodo sofá para devorar un libro, o contemplar un hermoso cuadro en alguna pinacoteca, o cuando hagas tu próximo viaje para empaparte de una cultura desconocida. Todo eso, no lo dudes, es un lujo. Literalmente.
A veces damos por sentadas ciertas comodidades cuando en verdad son privilegios económicos. Siempre hay que tener conciencia de las propias ventajas.
Hace unos días vi un video de un usuario de Reddit que mostraba una ENORME fila para tomarse una foto con Hulk Hogan (199 USD) y Ric Flair (299 USD).
Primero pensé que era ridículo hacer fila por horas, y peor aún, pagar por una fotografía y quizá unos segundos de interacción con ellos. Pero después caí en la realización que hay personas dispuestas a pagar y esperar.
Cada uno de nosotros le damos el valor a las cosas, y si el dinero te puede abrir las puertas a esas experiencias, pues ahí está.
No sé si es lo más inteligente, pero hay personas que pueden comprar unos segundos de micro-felicidad al conocer a sus héroes de la infancia.