Barrer la vanidad
¿Podemos juzgar el mundo con ecuanimidad, o nos dejamos llevar por nuestra presunción y no interpretamos correctamente la realidad?
Ahora bien, a lo mejor piensas que una escoba es la representación de un árbol colocado boca abajo; en tal caso te ruego me digas qué es acaso el hombre sino una criatura patas arriba, por su condición animal siempre desbocado como un caballo pero frenado por la razón. Su cabeza debería estar donde sus talones, se arrastra por el suelo, y sin embargo, con todas sus faltas, se erige como universal reformador y corrector de abusos, un quitapenas, y rastrilla cada sucio rincón de la naturaleza, saca ocultos vicios a la luz y levanta un denso polvo donde no lo había antes, compartiendo intensamente todo ese tiempo la misma porquería que pretende barrer fuera.
Una humilde propuesta, Jonathan Swift
Ya hemos hablado tú y yo sobre las pasiones y sobre cómo nos dejamos arrastrar por ellas. Bien lo sabía Swift, incansable observador del alma humana y ocurrente satírico, que años antes de escribir las líneas que inician esta newsletter había dado vida en su obra magna a unos seres, los houyhnhnms, que hacían gala de un sentido común encomiable y de una lógica sólida… a pesar de que eran caballos (o casi); las criaturas, al contrario de lo que sucede con los yahoos —seres prácticamente salvajes que no son sino humanos embrutecidos y que habitan el mismo territorio—, son educadas y prácticas, aunque su apariencia exterior confunda a un observador ingenuo.
Pero, volviendo a las pasiones, lo que el autor irlandés describió con inolvidable ironía fue algo tan sencillo como inadvertido: dominar el sentimiento es un trabajo ímprobo; y, para colmo, el ser humano es una criatura orgullosa, «universal reformador y corrector de abusos», necio y ciego a sus actos. No me malinterpretes: es evidente que la dicotomía entre razón y pasión, entre —que diría Jane Austen— juicio y sentimiento, no deja de ser una mácula imborrable de nuestra condición lábil. Nada podemos hacer para aminorar los efectos que esa continua lucha tiene dentro de cada uno de nosotros, así que lo máximo a lo que podemos aspirar es a sobrevivir a las tempestades generadas sin demasiados rasguños.
Sin embargo, hay un rasgo (pienso que inherente al hombre) que se enseñorea en muchas ocasiones de nosotros para hacernos olvidar esa fragilidad que llevamos dentro: la vanidad. Decía Thomas Mann en Doktor Faustus que el hombre tiene «la orgullosa conciencia […] de ser algo más que un fenómeno biológico, de estar ligado por una parte esencial de su ser a un mundo espiritual», todo lo cual le lleva a perseguir la perfección. Aunque el escritor alemán se refería en ese extracto a la dimensión humana de la religión, sus palabras ofrecen un fidedigno retrato de esa soberbia que llevamos dentro (sí, tú y yo) y que nos lleva a desafiar cualquier noción de templanza.
Probablemente, es por ese motivo por el que encontramos tan complicado reconocer nuestras faltas y nos erigimos en jueces con potestad universal para dirimir lo que está bien o mal; o, como diría Swift, levantamos el polvo que pretendemos barrer. Al exponer nuestro entendimiento con lo que nos rodea, inevitablemente acabamos cayendo en el enjuiciamiento, en las manías, en las suspicacias, de manera que nos revestimos de aquello que pretendíamos criticar. Schopenhauer distinguía entre el orgullo, más ligado a nuestra propia visión de nosotros mismos, y la vanidad, que dependía por entero de la visión de los otros. Y ahí radica un punto importante de esta consideración que vengo hilvanando: si somos «criaturas patas arriba» es, en parte, porque nos dejamos llevar por la percepción que (creemos que) los demás tienen de nosotros. Al confrontar esa opinión con nuestras ideas, con nuestras expectativas, caemos en el error de asignar valores que en absoluto se corresponden con la realidad. De hecho, ese último paréntesis —«creemos que»— sintetiza el tremendo sesgo en el que nos movemos a menudo: el polvo que pretendemos barrer es producto de nuestros propios escobazos. Pues la vanidad no es más que aplicar al mundo nuestra selecta capa de color… y esperar que nos lo reconozcan.
Escuché en un pódcast filosófico que la vida de Nietzsche había sido prácticamente lo contrario del ideal que desarrolló en su obra ensayística: el individuo que preconizaba al superhombre no pasó de ser una persona vulgar e insignificante. Quizá haya que leer nuestra tendencia a la vanidad en ese sentido: la opinión que tenemos sobre lo que nos rodea, la imagen que nos vamos construyendo, no es más que eso: una ficción, un cúmulo de supuestos que, la mayor parte de las veces, no se corresponde con lo que otros perciben. (No hablo de realidad, puesto que no deja de ser un constructo cuestionable como base.) Quién sabe cómo evitar asfixiarnos con ese polvo que levantamos en el continuo intento de «limpiar» nuestro mundo y convertirnos en ese «reformador» que todo lo puede. Yo, por el momento, me conformo con preguntarme (una y otra vez) si estoy o no patas arriba.
Creo que la única forma de no generar polvo con nuestros pies es el camino de la quietud y el silencio > Meditación > percepción > contemplación > dejarse hacer > aceptación de que el mundo que es, es como debe ser, perfecto
Por añadir algo:
- La distinción entre orgullo y vanidad no es más, creo, que la interiorización de la aprobación social y su modelamiento. Puede ser incluso más puta, aparentemente más pura y sofisticada, pero más retorcida. A veces uno vive en una fantasía por no tener en cuenta el juicio ajeno, y a veces uno sufre por tenerlo en cuenta. La solución está en la adecuación a lo qué acontece, pues ahí no importa quien o cuantos juzguen.
- La personalidad, el ego o la identidad personal son meras construcciones ilusorias, no son reales. Podríamos decir que son herramientas ambivalentes que han de usarse con cuidado: nos permiten tener compromisos con los otros, dar un relato vital o dirigir nuestra conducta gracias a un sano orgullo (por ejemplo, obligándonos a un obrar moral y reforzándonos por ello o dotando de sentido nuestro obrar en el mundo); por otro lado, nos lastran al creer real y existente tal construcción ilusoria y confundir el relato con lo qué acontece. A mi parecer, hemos de tener por huevos un ego y usarlo para tener una buena vida, pero siendo conscientes de lo qué es. Es decir, hemos de ponernos en "modo on" y modo off" según convenga.
- Respecto a la pregunta de si es posible una visión ecuánime, yo diría que sí en bastante grado (más allá de debates sobre el realismo, el aprendizaje perceptivo ontogenético y la determinación (parcial) de los fenómenos por conceptos) y recomendaría una simple pero difícil práctica: adecuar el lenguaje a la realidad. Siempre que tratemos de describir una situación conviene evitar el uso de conceptos vagos y poco claro y limitarnos a los hechos que suceden, huyendo de toda valoración. La mayoría de conflictos o situaciones que suelen parecernos problemáticas dejan de serlo, pues la problematización radica en el juicio subjetivo, la valoración o la imaginación a futuro o pasado que existe a través de verbalizaciones. Yo lo llamo sufrimiento lingüístico. Seguramente, esto no es más que un control atencional de nuestras acciones aplicado al lenguaje, por ende, al pensamiento; pero es que el lenguaje tiene un peso tremebundo!
Por ejemplo: el escribir este mensaje por mi parte lleva implícito, aun siendo anónimo, un deseo de algún tipo de aprobación (sino, no lo compartiría; es gracioso la gente que hace cosas públicas (vestimenta, tatuajes, publicaciones...) y dice "lo hago por mí", lo qué muestra la complejidad de esa mirada ajena que interiorizamos), pero tal deseo es reconocido como egótico y usado, en cierto "modo on", para gozar de la escritura de este texto, leer una posible respuesta interesante o simplemente dejar una información que alguien podría encontrar útil. Ese reconocimiento del fin oculto que persigue el ego sólo puede darse con ecuanimidad y objetividad, y debemos ser conscientes de ello para dirigir al ego, a la herramienta, hacía los resultados que aportará, no al ego, sino a los sujetos sintientes que somos.
Un rescoldo de vanidad siempre queda y quedará. No querer ser vanidoso, no hay más grande vanidad. Aunque en el fondo, a mi parecer, nada de esto importa pues atiende al ego; y lo qué importa son los efectos que experimentamos.