Autonomía y responsabilidad
Convertirse en adultos implica la asunción de compromisos, pero ¿estamos preparados para ello hoy en día?
Aburrirse es una anomalía, una patología. El aburrimiento interrumpe el común transcurrir de las horas haciendo las veces de una afección que se ha de curar. Su experiencia marca el paso de un estado de satisfacción psicológica a uno de frustración.
La enfermedad del aburrimiento, Josefa Ros Velasco
Hace ya unas cuantas semanas que un vídeo de una influencer se viralizó en algunas redes mostrando su frustración ante la evidencia de que la batería de su teléfono móvil no duraba tanto como ella querría; decepcionada y casi angustiada, la chica exponía ante sus cientos de miles de seguidores la rabia que sentía ante el «fallo» del dispositivo (que no era tal, puesto que la batería de ese modelo tiene una duración útil, más o menos, como la que ella comentaba) y la «falta de soluciones» que le propusieron en el servicio técnico (le ofrecieron cambiar el dispositivo por uno nuevo, pero ella quería que ese, el suyo, funcionase como esperaba). Más allá de lo anecdótico del caso, y de la panoplia de sentimientos que la influencer exhibió ante su público (y no olvidemos que en ese consiste esa actividad: generar emociones entre aquellos que te siguen para «agitar» sus reacciones), lo cierto es que estamos ante el enésimo ejemplo de un mal que parece enraizarse en nuestros días: la intolerancia a la frustración.
Quizá todo parte de una evidencia que, no por palmaria, es más llevadera: crecer, madurar, hacerse adulto es un camino de desilusiones. Ningún mensaje caligráfico de taza de café puede endulzar la realidad de que la vida es un sendero de contrariedades, pérdidas, luchas, fracasos, decepciones y frustraciones; por supuesto, también tenemos esperanzas, amores, sueños, alegrías y felicidades, pero no son, en absoluto, el epicentro de nuestras existencias. Llegar a la vida adulta implica aceptar que placeres y dolores van de la mano, y que en casi todos los casos el equilibrio entre unos y otros no es dictado por nuestras acciones, sino por el mero azar del universo; una concepción antropocéntrica del mundo es algo que, a estas alturas, no podemos concebir.
Pero lo hacemos. La evolución de una sociedad «gamificada», que insiste en perdurar nuestra infancia hasta casi la senectud, que nos impele a abjurar de responsabilidades y nos empuja a considerarnos reyes de la creación, todo ello nos lleva a afrontar las desventuras con la actitud de un infante consentido: es decir, negando la realidad y encastillándonos en la ignorancia. Creemos tener el derecho a tenerlo todo, a poseerlo todo, a disponer de todo; y cuando el universo exhibe su proverbial indiferencia hacia nosotros, somos incapaces de comprender el motivo por el que suceden las cosas.
La madurez trae consigo autonomía, capacidad de decisión, libertad; son elementos consustanciales a la vida de un adulto y que nos llevan a conocernos mejor, a aprender de los errores y afrontar así las posibles dificultades que nos depara el destino. Sin embargo, no podemos pretender ostentar la ausencia de responsabilidad de un adolescente con la autonomía de un adulto; por desgracia, la falta de compromiso tiene un límite con la aceptación de las obligaciones de madurar, que en circunstancias normales debería marcar el paso de una edad a otra, sin mayores consecuencias emocionales. «Tengo un elevado sentido de la responsabilidad. A usted parece que sólo le preocupa el placer del momento, y se vuelca en él con un ardor que, debo confesar, no soy capaz de emular. Siento que debo llegar a una conclusión y cristalizar mis opiniones sobre ciertos puntos». Así explica uno de los personajes de El americano, de Henry James, su incapacidad para emprender acciones sobre las que no ha cavilado previamente. La madurez, en este caso, es lo que separa la impulsividad de la reflexión.
El paso a la madurez, ese rito de paso que ya no entendemos como tal, ha venido sucediéndose en todas las culturas de una forma u otra. No obstante, y sin tender al adanismo que pretende explicar todo desde la soberbia del presente confrontado a un pasado idílico, lo cierto es que en la sociedad actual ese tránsito se elude y se elide; proscribiendo la vejez y la muerte (elementos sobre los que no queremos posar la mirada) vamos, al tiempo, alargando el espacio de la despreocupación adolescente para poder disfrutar ad aeternum de ese periodo bucólico en el que los problemas «se» resuelven, las contradicciones no existen, las dificultades son solo retos y los reveses son siempre externos. Obviamos las cargas de la madurez para detenernos en un plácido dolce far niente emocional en el que no nos vemos afectados por los acontecimientos externos; y, cuando llegan los problemas (como que la batería del móvil no dure lo suficiente para nuestros propósitos), buscamos algo que pueda fungir como culpable, sin reparar en la responsabilidad inherente a nuestra condición de adultos.
En el ensayo La tiranía del mérito, Michael J. Sandel dice que «cuanto más nos concebimos como seres hechos a sí mismos y autosuficientes, más difícil nos resulta aprender gratitud y humildad». En esa humildad encontramos la aceptación de nuestras obligaciones como personas, como seres sociales: entender los límites no solo de las interacciones con los demás, sino los de nuestras propias capacidades. Si no conseguimos auto(des)conocernos un poco mejor, quién sabe si la frustración no terminará por convertirnos en desgraciadas plañideras.
Hola Emi. Me ha gustado mucho tu publicación, pero no he entendido muy bien la cita sobre el aburrimiento. En varios libros de psicología he leído que el aburrimiento es necesario pues es la manera más sana y efectiva de que los niños desarrollen su creatividad, que estudien otras alternativas.
Con respecto al tema de la frustración es cierto que hoy en día parece no tener cabida. Que es algo malo. Creo que es estupendo sacar el tema a debate porque la frustración nos encamina de alguna manera a la madurez.
Un abrazo!
Cuando somos niños experimentamos un mundo que nos es dado, razón por la que actuamos sin responsabilidades ni represalias; cuando somos adolescentes cuestionamos el orden y los principios, en una transición a la madurez de la adultez, en la que participamos de la creación del mundo. Muy interesante tus reflexiones, Emi. Lo de autonomía y responsabilidad indudablemente tiene mucho de Existencialismo francés: la libertad y el proyecto permanente que somos van de la mano con la influencia (de) y los efectos (sobre) el resto.