Aprender aprendiendo. ¿Es posible?
Quizá el proceso de conocimiento es simplemente un camino sin fin en el que nos ponemos a prueba a nosotros mismos cada día
Creo que uno no se hace fácilmente una idea de la impotencia y los abismos a los que a veces puede arrastrar a una persona la reflexión constante, que no concluye con el denominado cese de jornada, y la sensación que penetra hasta los sueños de haber prendido el hilo equivocado.
Los anillos de Saturno, W. G. Sebald
En su Ensayo sobre el entendimiento humano, el filósofo John Locke afirmaba —simplificando mucho— que las ideas se desarrollan a partir de las impresiones de los objetos que recibimos; estas serían la primera fuente de conocimiento frente a la segunda, que sería la experiencia interna formada a partir de aquellas. Si lo piensas un poco, la imagen es hermosa y lo de menos es su exactitud (si es que podemos hablar de «exactitud» en lo que a teorías epistemológicas se refiere); lo es porque hace recaer en nosotros, en el ser humano, la tarea —o el regalo— de aprehender el significado de las cosas a partir de lo primordial. Somos, así, creadores de conocimiento.
Quizá nunca has cavilado sobre ello, pero es un tema que, últimamente, me ha dado mucho que pensar. ¿Cómo aprendemos? ¿Cómo desarrollamos las ideas? ¿Cómo llegamos a formarnos una impresión sobre algo externo? Más allá de lo que la neurociencia tenga que decir (mucho, en verdad), desde una perspectiva humanista es fascinante el hecho de que podamos elaborar relatos a partir, simplemente, de la visión de una flor, el olor de una magdalena o la audición de las gotas de lluvia repiqueteando sobre el asfalto. Pero lo importante no es solo ese acto de creación, sino la posibilidad de deliberar sobre cuestiones a priori poco o nada conocidas a partir de ideas más sencillas; la posibilidad de entrenar el pensamiento.
Cuando comencé esta newsletter esa concepción era un sueño, casi una quimera: desarrollar la razón a través de la reflexión; pensar en pensar; aprender pensando. Y, sin embargo, tiene mucho más sentido de lo que parece. Así dice Locke:
§53. Este propósito precisa que nos tomemos el trabajo de entrenar el paladar de nuestra mente para que discierna el bien o el mal intrínsecos que hay en las cosas, y no permitir que un bien excelente y considerable, que admitimos o suponemos ser posible, se escape de nuestra mente sin dejar algún gusto, algún deseo de sí mismo […]. Y hasta qué punto esté esto en poder de todos, cada quien podrá fácilmente intentarlo con sólo proponerse resoluciones que sabrá cumplir.
El quid de la cuestión está en estas palabras: «el trabajo de entrenar el paladar de nuestra mente». Porque el verdadero camino del conocimiento está en el ejercicio, en la preparación, en el movimiento constante. Las ideas no nos vienen dadas; la sabiduría no se nos concede; la inteligencia no prospera sin más: todo saber conlleva un camino que previamente hemos de transitar, pero sobre el cual no cavilamos y al que no prestamos atención. Puede que, una vez leído, este enunciado resulte una perogrullada, pero si le dedicas un tiempo verás, como yo, que hay más de verdad en ello de lo que cabría esperar (o, quizá, de lo que sería deseable). Entender el mundo que nos rodea no es una tarea fácil, aunque pueda parecerlo o desde determinadas instancias (personas, estamentos, sectas…) se nos induzca a pensarlo. El sociólogo (y futurólogo) Alvin Toffler sentenció en una ocasión: «Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer o escribir, sino aquellos que no puedan aprender, desaprender y reaprender». Si vas un poco más allá del mero enunciado —referido en concreto a los cambios que impone la tecnología en el ámbito educativo— puedes entresacar la esencia de la frase: la sabiduría, el conocimiento, es un proceso, no un estado; hablamos de algo dinámico, un río heraclitiano que se mueve incesante en un mundo tan líquido (por traer a colación a Baugman) que no permite dar nada por sentado.
El aprendizaje requiere de ti un compromiso y también un esfuerzo. No es sencillo vencer la inercia de tomar las cosas como vienen, confiar en que lo que ya sabemos baste para interpretar una realidad que, obviamente, es tan mutable como inaprensible. No es solo que la perspectiva cartesiana nos impida estar seguros de lo que hay más allá de nuestra mente (si es que esta misma existe tal y como creemos concebirla), sino que el mundo es excesivamente complejo como para poder aprehenderlo con un bagaje escaso.
Quizá después de este texto pienses, como yo, que Locke tenía toda la razón y que el camino del conocimiento es laborioso; sin embargo, también pienso (y espero que tú también) que, dejando de lado tópicos sobre la bondad de la dificultad per se —y que pueden cuestionarse en algunos casos—, el hecho de que la sabiduría implique una tarea constante es, en sí mismo, un placer. Descubrir nuevas ideas mientras «entrenas el paladar de tu mente» es gratificante: cada paso, cada idea, cada descubrimiento, nos acerca a ese inalcanzable —y no por ello menos deseable— estado de sabiduría en el que podremos conocer los entresijos de la realidad. Porque no me cabe duda de que, al menos en este caso (y seguro que en otros), el deleite del conocimiento está no tanto en su consecución, sino en el esfuerzo que ponemos en alcanzarlo.
Interesante reflexión desde lo poético. No hay que olvidar que Locke, empiricista, sostenía que uno nace “con la mente vacía” (tabula rasa). Por ello la importancia que él otorgaba a las experiencias y al aprendizaje continuo.
Algo que muchas veces se omite, no obstante, es la biología de los seres vivos, que hace posible (y limita) lo que podemos hacer y conocer. La “biología del conocimiento” de Humberto Maturana es un planteamiento que los invito a revisar. Mezcla biología y filosofía.
Gracias por tu artículo, Emi.
Gracias, Emi, por compartir esto. Me parece muy importante saber disfrutar del proceso del aprendizaje, querer aprender continuamente sin creer que uno ya lo sabe todo. ☺️
Un abrazo