Actores privados de arte
La falacia de la perfección: intimidad, autenticidad y el artificio de nuestras relaciones sociales
En una sociedad «intimista» que lo evalúa todo con un criterio psicológico, la autenticidad y la sinceridad, como ya observó Riesman, se convierten en virtudes cardinales, y los individuos, absortos como lo están en su yo íntimo, son cada vez menos capaces de desempeñar roles sociales: nos hemos convertido en «actores privados de arte».
La era del vacío, Gilles Lipovetsky
Hace dos días comentaba, a raíz de un extracto de la escritora Delphine de Vigan, el devenir del concepto de «intimidad» en los últimos tiempos. En los comentarios a ese artículo había ideas muy interesantes y bien desarrolladas (y que merecerían una elaboración más extensa, que quizá se dé en el futuro), las cuales me llevaron a una nueva charla con L. (auténtica fuerza motriz de los últimos textos, todo hay que decirlo) sobre cómo se relaciona ese ámbito de lo privado con el concepto de «perfeccionismo»; puede que a priori no parezcan tener mucho que ver, si bien nuestra conversación sacó a relucir algunas cuestiones que, creo, merece la pena comentar contigo.
La cita de Lipovetsky, ligeramente sacada de contexto (como todas las referencias, por otro lado), ilustra con bastante acierto la conexión que hemos ido tejiendo entre los aspectos íntimos de nuestras vidas, aquellas parcelas que han constituido (o constituyen; es difícil utilizar el tiempo presente cuando uno da por perdido un concepto) un entramado formativo para nuestro desarrollo psicosocial, y el reflejo de esa personalidad que integra nuestro «yo» público, por decirlo de manera simple. Como dije en el texto del viernes, pienso que la intimidad ha devenido una moneda de cambio, una mercancía de la cual hacemos uso para (con)formar una imagen nueva que pasará a mostrarnos en público: más allá de la diferenciación obvia —y necesaria, creo, en tanto (como señalaba Miguel en un comentario) el ámbito público está compuesto, a su vez, por diversas facetas de nuestro «yo»— en cuanto a individual y social, la parte íntima del ser humano se ha transformado en un material valioso para fabricar una nueva capa de la parte pública; lejos de lamentar la pérdida de lo personal, hemos abrazado la posibilidad de utilizarlo como materia de socialización o sociabilidad. Y aquí es donde entra en juego la autenticidad de la que habla el filósofo francés. Esa intimidad «perdida» (nótese el uso de las comillas) sirve como componente para la construcción de una legitimidad individual que sustenta esa imagen pública «auténtica»: cuanto más utilizamos los elementos privados de nuestra vida como recursos narrativos para las relaciones sociales, más «auténticos» creemos ser. «… por supuesto que no se deja decir ¿pero quizá se pueda mostrar al menos en parte? y en la medida en que se pueda, quisiera mostrarlo, porque es verdad, porque estoy seguro de ello y porque sé que es bueno, que es bueno para mí y que es bueno para los demás», confiesa el personaje de Septología, de Jon Fosse, cuando habla sus cuadros y la «verdad» que anida en ellos durante el proceso creativo. Al igual que ese pintor, los individuos de hoy día queremos mostrar ese interior nuestro porque lo sabemos «bueno», porque lo consideramos importante y valioso. Y, en efecto, es valioso en tanto privado, puesto que solo entonces elegimos cómo administrarlo y con quién compartirlo; al mudarlo en público, al exponerlo a las miradas ajenas, lo despojamos de su carácter particular e identitario y lo reducimos a mero afeite, a mera pose, a mera afectación.
Al producirse esta debacle, no podemos sino caer en la falacia del perfeccionismo como objetivo vital. Anhelamos una infalibilidad que no existe y pretendemos alcanzarla merced a una autenticidad que hemos construido nosotros mismos, olvidando —lógicamente— que esta se define, casi por necesidad, por su carácter anti-perfeccionista. Podemos ver esta tendencia en el auge de los discursos sedicentemente estoicos, que promueven una mentalidad insensible al sufrimiento, una indiferencia inhumana respecto a cuestiones sobre las que un individuo apenas tiene potestad. Jean de la Bruyère hablaba sobre los estoicos (malinterpretándolos, pienso) en estos términos: «Han dejado al hombre todos los defectos que le han hallado y no han destacado ninguna de sus debilidades: en lugar de hacer de sus vicios horrendas pinturas que sirviesen para corregirlo, le han dado la idea de una perfección y de un heroísmo de los que no es capaz y le han exhortado a lo imposible»; y es que, pese a la mirada punitiva del escritor francés, esa perfección a la que alude es la que hemos construido en nuestras relaciones sociales, especialmente en el entorno online, como es lógico. Allí donde el contacto humano se escabulle y solo podemos interpretar un papel muy reducido (mucho más que en cualquier interacción física, durante las cuales aportamos —consciente o inconscientemente— mucha más información a los demás), solo cabe fingir una perfección, una infalibilidad, imposible de alcanzar. Creadores e influencers, gurús y psicochifles, predicadores y charlatanes, todos ellos se esfuerzan por transmitir una cuidadosamente fabricada perfección que convenza a los seguidores de su sabiduría inexorable en todo tipo de cuestiones.
Esa construcción artificial, que hace uso de la intimidad para elaborar una imagen sin mácula, poseedora de razón inapelable, solo puede generar una enorme crisis de confianza. Al referirme a lo íntimo como mercancía, pensaba concretamente en la ruptura que se genera al destruir las facetas pública y privada (insisto: entendidas como constructos ficticios y socialmente elaborados, con todo lo lábil que ello conlleva), ya que eso nos aboca a la imposibilidad de distinguir los límites no solo entre el individuo y su representación, sino entre la verdad y la mentira. Los límites entre íntimo y social han sido siempre maleables, sutiles, pero reconocibles; sin embargo, hogaño es difícil, por no decir imposible, establecer cuán veraz es la representación a la que asistimos en nuestras interacciones. Puesto que la intimidad ha devenido pose, es casi una consecuencia lógica que la autenticidad haya mutado en un perfeccionismo inestable, que busca transmitir la certeza de lo infalible mediante el recurso de lo familiar, lo cercano, lo semejante: a través de lo que solo era nuestro pretendemos universalizar un «yo» genuino, cuando solo hemos engrosado las filas de lo ordinario. «No hay belleza sin ayuda, ni perfección que no dé en bárbara sin el realce del artificio: a lo malo socorre y lo bueno lo perfecciona», sentencia Baltasar Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia; la perfección no existe sin el «realce del artificio», lo cual viene a constatar que, en efecto, nada auténtico podemos encontrar si previamente no hemos construido una imagen artificial que pueda hacerse pasar por espontánea, por infalible… por perfecta.
Y, como es evidente, ese ansia por lo perfecto nos lleva a abrazar lo mendaz, lo interesado, lo espurio. «Puede que, de hecho, no haya una palabra justa, mucho menos la palabra perfecta. Puede que hayas de cambiar de idea y utilizar dos palabras, o reescribir la frase», dice James Salter en El arte de la ficción refiriéndose a la escritura; pero, sin duda, esas palabras nos recuerdan la necesidad de comprender que lo infalible no existe, que lo perfecto no dejará de ser, todo lo más, un ideal al que aspirar, pero que nunca rozaremos. Ofrecer una imagen de seguridad no es más que una nueva —o no tanto— forma de vencer las incertidumbres de un público que no puede ya distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre el «yo» real y el «yo» impostado, entre el individuo y el personaje. La crisis de confianza en el otro, especialmente cuando se trata de interacciones virtuales, se ha saldado con una incertidumbre ontológica de enorme magnitud: si no podemos juzgar con criterios válidos los mensajes que recibimos (dado que no sabemos en qué medida son «auténticos»), todo puede ser cierto… o falso. No es de extrañar que abandonemos el arduo camino del aprendizaje, sembrado de socavones y vericuetos, para lanzarnos en brazos de lo que consideramos familiar, de lo ya conocido, de aquello que confirme nuestras creencias. Si ni siquiera lo íntimo puede actuar como señal de autenticidad, ¿qué cabe esperar del palmario y constante fingimiento de las redes, de los canales de comunicación? Hasta cierto punto, es una consecuencia inevitable esa búsqueda de reconocimiento, propio y ajeno, que valide la ausencia de certezas que es la propia existencia y la carencia de seguridades en nuestra estima.
Cuando Descartes pensaba sobre sus certidumbres —o, más bien, su falta de las mismas—, nos regaló esta reflexión: «aunque mi conocimiento aumente cada vez más, no dejo de concebir, sin embargo, que nunca puede ser infinito en acto, puesto que nunca llegará a tal punto de perfección que no pueda acrecentarse más». Quizá es simplemente eso lo que hemos olvidado: que la autenticidad no tiene valor intrínseco, sino que se refiere a esa cualidad de finitud de los seres humanos, incapaces de lograr la perfección en cualesquiera ámbitos o campos de la vida. Y, sin embargo, en esa falibilidad perenne e insoslayable, encuentro el más dulce de los consuelos: el prurito constante de avanzar hacia el siguiente espejismo.
La frontera entre lo inefable y lo infalible. Lo inefable del yo interior frente a lo infalible de "lo que es" en el entorno de lo Real. Pero nos queda la palabra para dar cuenta textual (tejida) del salto entre uno y otro, a modo de costura que enlaza las dos riveras.
Me gusta el texto, Emi, pero no termino de entender porqué nos empeñamos en la idea de perfección, que ya la misma etimología (según el Decel del latín per-facere) invita a aplicar simplemente a "lo ya hecho".