No te sorprenda que en el mar de la vida te sacudan fuertes tempestades, pues nuestro destino supremo es disgustar a los peores, que pese a ser legión merecen nuestro desprecio, porque ningún guía los dirige: están a merced del error y el delirio, que los arrastra al azar.
Consuelo de la filosofía, Boecio
La vida puede verse como una larga carrera en la que debemos tomar cientos, miles de decisiones… y probablemente no todas buenas. La vida está llena de «fuertes» tempestades que sacuden y agitan nuestra embarcación, convirtiendo la travesía en un viaje repleto de zarandeos que nos impiden relajarnos y disfrutar. La vida es optar, escoger, dudar.
El filósofo Boecio pensaba que la masa de aquellos que consideraba «peores», aquellos que despreciaban el discernimiento que la filosofía les ofrece, son víctimas del error de sus juicios y terminan por salir malparados de su paso por la existencia. Como ya sabes, Auto(des)conocimiento se cimenta sobre la idea capital de que el conocimiento es tanto un medio como un fin, una herramienta que nos permite situarnos en el mundo, en la sociedad, para tratar (fútil, pero insoslayablemente) de comprender un poco mejor lo que nos rodea; aunque sea una aspiración en permanente lucha, no es menos retadora y apasionante.
Pero el error, sobre todo el que tiene que ver con la toma de decisiones, quizá es un elemento al que se juzga con demasiada severidad. La información, el saber, la erudición, proporcionan en muchos casos una ventaja a la hora de escoger entre diversas opciones: cuanto más conocemos un tema, cuantos más datos reunimos sobre sus diferentes facetas, más cerca estamos de juzgar con precisión las medidas a tomar. Pero ese adverbio no significa que eliminemos por completo la posibilidad del fallo, la imprevista presencia del equívoco.
La alegoría de Boecio está conectada con el mito de la caverna platónico; al igual que el primero, Platón presentaba a un hombre que «descubre» el conocimiento (en clara referencia a su maestro Sócrates y su pasión por la filosofía) y, al retornar a su lugar de encierro, se topa con que muchos de los prisioneros se burlan de su descubrimiento y prefieren seguir encadenados contemplando las sombras proyectadas por el fuego. Como en muchas otras fábulas, leyendas y mitos, la sabiduría es presentada como un riesgo para la serenidad: una amenaza para quienes desean vivir una existencia sin sobresaltos y escogen una mirada ramplona sobre el mundo. El mismo relato bíblico condena ese afán por el conocimiento atribuyendo al Árbol del Bien y del Mal la potestad de condenar a los primeros humanos, provocando su expulsión del Paraíso.
»Así creado el hombre
como cumple a derecho, no puede con justicia
acusar al que le hizo, ni a su obra, ni al Destino;
como si, decidida por decreto absoluto
o por suma presciencia, la predestinación
su voluntad hiciera nula. Él ha decretado
su propia rebeldía, no yo; si la he previsto,
mi presciencia no tuvo influencia en su culpa,
la cual, de no preverse, no fuera menos cierta.
Sin el mínimo impulso, ni una sombra del Hado,
o algo que yo previera como inmutable, el hombre
peca, pues, responsable de todo ante sí mismo,
tanto en lo que él prejuzga como en lo que él elige,
pues libre le he creado y seguir libre debe,
mientras no se esclavice él mismo.1
¿Es el saber una carga, una maldición, un pecado? Evidentemente, no. Pero tampoco es un don que otorgue omnisapiencia: dentro de su precioso envoltorio se esconde la eventualidad de fallar, de malinterpretar, de errar. «Pocas cosas tan hirientes como darnos cuenta de que no hemos visto algo que podía verse a simple vista. […] La humillación nos persigue impregnándolo todo, desvirtuándolo todo, incapacitando especialmente aquellos sentimientos u ocurrencias que antes de descubrir nuestro error nos parecieron, o quizá fueron, válidos», dice la narradora de Donde las mujeres, de Álvaro Pombo. En efecto, el error nos molesta porque nos sitúa frente a nuestra incapacidad para descubrir la verdad, para desentrañar correctamente aquello que no entendemos. Quizá, como cantaba Milton en su épico poema, es el libre albedrío que nos ha sido concedido (con el permiso de los avances en neurobiología) el justo contrapeso a esa falibilidad que nos hace humanos: si erramos, si fallamos, si nos equivocamos, es porque podemos hacerlo, porque se nos ha permitido valorar distintas opciones ante una situación determinada. A diferencia del arte, de la literatura, en los que el destino se erige en elemento ineludible que sentencia el devenir de los personajes, la vida nos proporciona la libertad de escoger cómo fracasar. Y, aunque no lo creamos, esa posibilidad es un regalo.
Boecio consideraba que el error condenaba al azar, al desvarío sin rumbo de la ignorancia; sin embargo, todos los sabios habidos y por haber, todos los estudiosos y eruditos y científicos y genios se han equivocado en algún momento de sus vidas (en muchos, con toda seguridad). El conocimiento es un bien precioso y al que deberíamos aspirar, pero no es un escudo frente al yerro. Nada en este mundo nos exime de marrar en nuestros juicios, de optar por elecciones desafortunadas, de elaborar teorías infaustas… Al igual que el arte no nos convierte en «buenas» personas (si bien tiene otras virtudes, de las que hablaremos en otra ocasión…), la sabiduría no nos torna infalibles. Nuestra humanidad se cincela en la inherente tendencia a fallar en distintos aspectos de la vida.
Como es lógico, saber con certeza que somos seres falibles no implica que nos abandonemos a esa ineluctabilidad: la aspiración a acertar, a elegir con tino, a desechar los caminos peligrosos, es tan loable como natural. No renunciamos al Paraíso para conformarnos con la equivocación como brújula de nuestras condenadas existencias. No obstante, esa aspiración pasa por comprender la advertencia de Boecio: «No te sorprenda que en el mar de la vida te sacudan fuertes tempestades». Si no somos capaces de convivir con el fallo, si no somos capaces de admitir el mal juicio, si no somos capaces de olvidar las malas decisiones, seremos tan inhumanos como un ser carente de falibilidad: no solo fantástico, sino irreal, ilógico, incompleto. En los errores se encuentran los pedazos de verdad, las huellas de pasos que no dimos, las memorias de aquellos que sí acertaron, los ecos de respuestas mejor orientadas. El error no solo nos hace (más) humanos, sino que nos brinda la oportunidad de repensar, de rehacer, de recrear. En esa falta de omnicomprensión es donde radica, pienso humildemente, la más preciosa faceta de esa joya que es el alma del hombre.
John Milton, El Paraíso perdido. Alianza Editorial.
Me ha encantado tu enfoque positivo al final, Emi.
Nuestra capacidad de errar no sólo nos hace más humanos, sino que también nos brinda la oportunidad de crecer y mejorar como personas. Porque sí, hasta los más sabios comenten errores, la perfección es inalcanzable y la falibilidad es una parte esencial de la condición humana.
Gracias por estar. ❤️
Tal vez resulte una paradoja, pero creo que esa forma de aceptar nuestra imperfección y afrontar el error nos acerca más a la idea de un Dios, nos acerca a la perfección. Nuestros errores, simplemente, nos van puliendo como individuos.
Y no falla, leo a Boecio y automáticamente Ignatius Reilly y su genialidad enfermiza me viene en mente :D
Gracias una vez más, Emi