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Sin salir de casa puedes
conocer el mundo entero;
sin mirar por la ventana
ver el cielo y sus maneras de ser.
Cuanto más lejos vayas
menos vas a aprender.
De ahí que el maestro
sepa no aprendiendo
vea no observando
logre no actuando.Tao Te Ching
El afán por conocer, por saber, por entender, es algo inherente al ser humano; al menos, lo ha sido siempre, y de ahí que haya alcanzado tantos hitos en su evolución, hasta el punto de convertirse en la especie hegemónica en el planeta Tierra.
En esa magnificencia nos solazamos para poder así adueñarnos de aquello que deseamos. Como humanos, como personas, tenemos el derecho de dominar, ver, probar, viajar, tocar y respirar; el mundo es nuestro y se ha de rendir ante nosotros, dueños de todo lo que existe. Esa supremacía ha trascendido lo físico, lo geográfico, para alcanzar lo psicológico: no solo somos poseedores de la tierra que podemos palpar con las manos, sino que también tratamos de regir la percepción que tenemos de ella. Dominamos lo tangible y aspiramos a domeñar lo intangible.
Hoy día, pues, aspiramos a enseñorearnos de ese mundo que, a pesar de ser víctima del sometimiento, persiste en mantenerse desconocido para casi todos nosotros. Obsesionados con trascender nuestra modesta mortalidad, creemos que llegar hasta los confines más lejanos estaremos más cerca de conocer a esos extraños que denominamos «extranjeros»; creemos que la acumulación de experiencias nos enriquecerá y hará de nosotros seres más sabios. En la vorágine de un planeta que se ha ido haciendo cada vez más pequeño y transitables, fabricamos la impostura del viajero incesante que reúne experiencias para alcanzar un conocimiento infinito.
Lo cierto es que el Tao Te Ching lo deja bien claro: se puede conocer el mundo entero sin necesidad de moverte del sitio. Pero no se trata de una cuestión sensitiva: todos podemos acceder hoy a las imágenes de territorios, monumentos, ciudades y obras de arte; incluso tenemos a nuestro alcance vídeos inmersivos que nos acercan a los mínimos detalles de todas esas creaciones magníficas. Los sentidos son, simplemente, una parte de ese conocimiento al que parecíamos aspirar; en verdad, la menor.
La sabiduría a la que alude el texto filosófico es mucho más pedestre, pero al tiempo mucho más enriquecedora. ¿Qué es, en realidad, lo que queremos saber? ¿Qué es lo que, en realidad, deseamos contemplar? ¿A qué aspiramos con ese incesante movimiento del alma y el cuerpo? La oposición entre «acción» y «logro» no es banal, porque el taoísmo suele apoyarse en elementos enfrentados u opuestos para ilustrar un concepto trascendental; en este caso el esfuerzo que ponemos en lograr algo se ve mermado por la resistencia que se crea en el intento, que nos desvía del camino de la comprensión.
Parece algo complicado, aunque en verdad resulta desesperadamente simple. En realidad, más allá de teorías filosóficas, descubrir algo, averiguar cosas sobre nosotros mismos, no precisa de una acción física, de un movimiento externo: todo lo que necesitamos es buscar dentro de nosotros. Ya te he hablado en alguna otra carta sobre los viajes, los turistas y el absurdo afán de conocerlo todo que tenemos hoy día; en ese sentido, en muchas ocasiones el desplazarse a otros lugares con la esperanza de «abrir la mente», de conocer mejor el mundo, solo nos conduce a olvidarnos en el lugar de origen el equipaje más importante: nosotros mismos. De hecho, el afán por convertirse en más sabios nos aboca a una paradoja sobre la que el Tao Te Ching nos advierte: cuanto más perseguimos el conocimiento, más nos damos cuenta de lo ignorantes que somos.
Nuestra soberbia como conquistadores del mundo nos hace olvidar y obviar ese hecho; y así planificamos nuestro dominio sobre todo lo conocido como si cada viaje, cada libro, cada palabra, cada imagen, nos acercasen más a ese ideal de persona todopoderosa al estilo del hombre ilustrado, cuando en verdad estamos más cerca del salvaje ignaro. No es posible entender el mundo, tan lleno como está de complejidades y anfractuosidades, si antes no ponemos el foco en nosotros mismos y nos concedemos la atención que solemos depositar en lo externo.
No se trata, en fin, de permanecer anclados en nuestros sofás viendo pasar la vida, sino de hacer de la vida, de esta vida, de tu vida, algo que merezca ser explorado per se; convertir nuestra experiencia cotidiana en fuente de placer y sabiduría y experiencias y descubrimientos. La belleza no se esconde en lugares remotos, ni en las páginas de un libro, ni en los entresijos de un algoritmo: subyace en ti y en mí, pero nuestro deber es buscarla y sacarla a la luz. Verla sin observar.