… vivimos en una sociedad desnivelada. El equilibrio entre razón y emoción definitivamente ha decantado la balanza hacia esta última. En su estrategia, el Sistema ha conseguido dos cosas: la primera es que no percibamos que estamos desequilibrados. La segunda, que es consecuencia de la anterior, es el ostracismo y olvido al que hemos relegado el pensamiento crítico.
El arte de pensar, José Carlos Ruiz
Tazas de desayuno con mensajes del tipo «Tu forma de ser es la base de tu felicidad»; camisetas con eslóganes motivacionales; libros de ¿autoayuda? que te señalan la mejor forma de vencer tus miedos; gurús que te forman en la autoestima; newsletters que te reconcilian con tu yo interior a través de la escritura terapéutica… No es de extrañar que muchos se sientan como el ínclito señor Scrooge y vilipendien a la especie humana por haber caído en un vórtice de pensamientos tan buenistas como engañosos.
Pienso que José Carlos Ruiz tiene mucha razón al afirmar que se está librando una batalla entre razón y emoción en la que esta última va venciendo. El domingo, en el artículo de la edición solo para suscriptores, hablaré sobre la relación entre la una y la otra a la hora de tomar decisiones y sobre la necesidad tanto de equilibrar su influjo como de sopesar su importancia. No obstante, la sociedad contemporánea ha preferido tomar una senda mucho más cómoda y comercia con la idea de que las emociones son los elementos constitutivos esenciales de nuestro desarrollo intelectual.
«Emoción y razón son partes del mismo sistema y actúan ayudándose mutuamente en la toma de decisiones. Un pensador crítico […] hace gala de una racionalidad sensible: es un pensador crítico y ecuánime, analítico y virtuoso», nos dice María Ángeles Quesada en su ensayo La virtud de pensar. Como casi siempre ocurre en esta vida (y ya hemos comentado tú y yo en esta newsletter innúmeras veces), Aristóteles señaló el sendero al hablar del justo medio, que no en vano era fruto de la recta razón —no de la emoción—. El problema es que, al igual que sucede en esas épicas historias en las que la balanza entre el bien y el mal se desequilibra y hay que restituir la armonía, razón y emoción han quedado descompensadas al otorgar a la segunda características propias —incluso privativas— de la primera; algo que, en realidad, solo menoscaba nuestras posibilidades de auto(des)conocernos, porque nos hurtamos recursos en lugar de encontrarlos.
Si nos decantamos en favor de la emoción estamos cediendo un terreno fundamental en nuestro conocimiento del mundo, en nuestro desarrollo crítico; manipular una emoción es mucho más sencillo que manipular una razón. Aunque tener datos e información (como bien exponía
en su newsletter hace unos días) no asegura que nos formemos una opinión objetiva o adecuada sobre algo, dejarnos gobernar solo por sentimientos puede conducir a un «emocionamiento» de la realidad: a simplificar lo que nos rodea hasta borrar sus elementos claves —complejos, pero fundamentales— para hacerlo pasar por bueno.Simone Weil, reflexionando sobre libertad y opresión, afirmaba: «Que una misma emoción agite al mismo tiempo a un gran número de desdichados es lo que ocurre muy a menudo en el curso natural de las cosas; pero normalmente esa emoción, apenas despertada, queda reprimida por el sentimiento de una impotencia irremediable. Mantener ese sentimiento de impotencia es el primer mandamiento de una política hábil por parte de los amos». Aunque no estamos hablando (por fortuna) de violencia, tiranía o despotismo, lo cierto es que apelar al sentimiento es una forma velada de ocultarle buenas razones (objetivas y discutibles, al menos) a la razón; moverse por impulsos es una forma natural, gozosamente humana, de comportarse, pero sus consecuencias pueden ser arriesgadas. Quizá por eso, como veremos el domingo de la mano de Anthony Trollope, las personas que obran mal azuzan las emociones (propias y ajenas) para justificar sus acciones.
Me gustó tu reflexión Emi, aprovecho para abrir debate.
Coincido plenamente con la idea de que vivimos en una sociedad expuesta a una "hiperemocionalización" de la realidad (especialmente los más jóvenes). Podríamos decir "histerizada" en el sentido de que cada vez es más reactiva e intensificada emocionalmente. Lo vemos en cómo los sentimientos desbordados, guían respuestas y decisiones, tanto individuales como colectivas. Los medios, las redes sociales, el arte, los discursos públicos... se han cargado de emociones exacerbadas, donde lo impulsivo, efímero, reactivo, reemplazan la racionalidad.
En terapia, si viene un paciente sobrepasado por sus emociones, se le contiene, se le enseña a regular sus emociones: no se les intensifica más. Los procesos terapéuticos tienen un componente racionalizador, ayudando a la persona a comprender (simbolizar, poner en palabras) lo que está en el ámbito de lo emocional, aquello que no entiende ni controla. Creo que socialmente está faltando esa contención. El reino de las emociones, es el territorio del caos.
Sin embargo, me parece crucial reconocer que no solo vivimos en un desequilibrio emocional, sino que el exceso de racionalización también existe y produce sus propios síntomas (a nivel social e individual).
Por ejemplo, resulta en una dificultad en la capacidad de empatizar y comprender al otro, así como conectar con guías internas que nos permiten adaptarnos al entorno. La racionalidad por sí sola, sin el apoyo de la emoción, puede llevar a formas de disociación, a la alexitimia o los trastornos obsesivos, donde los sentimientos se suprimen o se estructuran en exceso.
Lamentablemente, culturalmente muchos son socializados para reprimir las emociones (los hombres hemos padecido más esto), limitando la capacidad de muchos para conectarse plenamente con ellos mismos, cuidar su bienestar mental, y establecer vínculos profundos con sus seres queridos.
A nivel social, manipular la razón es fácil cuando no se es consciente de las emociones. Un discurso bien elaborado puede servir para justificar emociones irracionales, como el odio. Las creencias pueden volverse delirantes, y resulta mucho más difícil convencer a alguien de un error objetivo si lo respalda racionalmente.
Resumiendo: necesitamos nivelar de los dos lados ⚖
El debate da para otro post, compañero 😅
Un abrazo
Hola, Emi. Qué importante este tema que pones sobre la mesa.
Mi opinión va muy en la línea de la del compañero Hugo Filippe: creo que es imprescindible el equilibrio en el uso de ambos hemisferios cerebrales (que se dice fácil). Cualquier desequilibrio comporta problemas potenciales, mayores cuanto mayor sea el desequilibrio.
Veo que el principal problema con esta forma de movernos por la vida, dejándonos guiar exclusivamente por lo que "sentimos" que debemos hacer, es que se basa en una confusión entre "sentimiento" e "intuición" o sabiduría interna real.
Las emociones son efímeras, volátiles, fácilmente condicionables por fuerzas externas y, a menudo, provienen de creencias, necesidades y anhelos inconscientes, relacionados con traumas de la infancia.
La intuición es algo muy distinto, y requiere un gran auto(des)conocimiento y bastante experiencia vital para desarrollarse, que incluye la parte de los aprendizajes tamizados por la razón. La intuición es una guía fiable, pero que cuesta mucho afinar.
Las emociones, en cambio, no pueden hacer de consejeras fiables. Tan solo hacen de mensajeras de nuestro propio mundo inconsciente, y así poder trabajar con él. Que no es poco.
Lo realmente complejo es cuando intuición y emoción vienen juntas y apuntan hacia lo mismo... pero ese ya es otro tema. 😅