Un estado anormal
Las relaciones entre los seres humanos siempre han sido complejas, pero ¿existe realmente la forma de cohesionar deseos e ideas por encima del individuo?
—Desde que se inventó la máquina de vapor —replicó Ivanof—, el mundo está permanentemente en un estado anormal; las guerras y las revoluciones no son otra cosa que la expresión visible de este estado. Tu Raskolnikof es todo un imbécil y un criminal; no porque obre de una manera ilógica al matar a la vieja, sino porque lo hace por su interés personal. El principio según el cual el fin justifica los medios sigue siendo la única regla de ética política; todo lo demás no son más que charlatanerías que se deshacen entre los dedos. Si Raskolnikof hubiera asesinado a la vieja por orden del Partido (por ejemplo, para aumentar la caja de resistencia de una huelga o para montar una imprenta clandestina), entonces la ecuación funcionaría, y la novela, con su engañoso problema, no hubiera sido escrita nunca, con lo cual habría salido ganando la Humanidad.
El cero y el infinito, Arthur Koestler
Individuo y grupo; hombre y masa; ser humano y humanidad. Pareciera que todo es lo mismo y, sin embargo, cuántos quebraderos de cabeza provoca la diferencia entre esos pares de términos. La parte que compone un todo puede ser universal, grandiosa, pero también puede diluirse en esa totalidad sin dejar más huella que el suspiro de su fenecer; y a veces, por el contrario, un conjunto de seres parece condensarse y expresarse merced a la tonante voz de un solo individuo, un titán que dicta el camino a seguir para sus huestes.
Obviando la poesía que pueda suscitar el tema, la cuestión es que la humanidad ha evolucionado a costa de afrontar, mal que bien, las inevitables consecuencias de la —tensa— relación entre el sujeto y la colectividad. En la mayoría de casos, la masa (entendida como Estado) se ha impuesto sobre el individuo como una forma de protección, si bien a costa de sacrificar ciertas potestades en favor de una mayor armonía; en otros —los menos, si bien significativos—, el hombre ha retenido para sí unas mayores libertades, aunque sacrificando en el camino las ventajas que proporciona la cohesión social como escudo frente a la adversidad.
En la genial novela de Koestler, el antagonista expresa esa compleja relación en términos tajantes: «El Partido no se equivoca jamás —dijo Rubachof—. Tú y yo podremos equivocarnos. Pero el Partido, no. El Partido, camarada, es algo mucho más grande que tú y que yo y que otros mil como tú y como yo». Obviando (si es que es posible) el evidente retrato de los regímenes comunistas de mediados del siglo XX, lo que Rubachof afirma no es sino la sentencia que pone de manifiesto la necesidad, quizá inherente, del hombre por sentirse protegido, por sentirse respaldado, por sentirse reafirmado en sus convicciones. Llámese Partido, Estado, Grupo o Familia, el ser humano es irremediablemente débil y, por tanto, busca —a veces de forma convulsa— una comunidad en la que insertarse para confortar un poco esa soledad ontológica que le carcome. Disueltos en esa pluralidad, en ese cardumen de individuos tan solos como nosotros, aligeramos la tremenda carga de la responsabilidad: no solo la social, sino la individual; nuestra moral se deslíe al supeditarse al grupo. Afirmaba Kant que la ética solo puede ser personal, por eso al delegar evitamos las consecuencias de nuestras decisiones; de ahí que la asociación, la colectividad, nos facilite nuestro caminar por el mundo.
La política se transformó con el paso del tiempo en uno de los más importantes refugios grupales para los solitarios. Y aunque la concepción griega original tenga aún cierta resonancia, lo cierto es que ha devenido un lugar comunitario, sí, pero plagado de incoherencias sociales. Uno de los personajes de Antagonía, de Luis Goytisolo, afirma de otro que «de política, nada, tú, no entiende nada. Y no porque lo que dice no sea verdad, sino porque, aunque sea verdad, políticamente no tiene razón». La comunidad que debería acogernos como protección se ha ido transformando en un reducto de ideales sesgados, a menudo personalistas, extremadamente utilitarios y, en las últimas décadas, decididamente egoístas. No solo se trata de la aparición de figuras casi mesiánicas, como el Camarada de Koestler (trasunto, evidentemente, de personajes reales), sino del alejamiento de la política —que, recuerda, es la actividad que rige los problemas de la ciudad y sus ciudadanos— de las personas. Dice Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad que «uno de los impedimentos para el éxito de la democracia en nuestra época es la complejidad del mundo moderno, que hace cada vez más difícil para el hombre y la mujer ordinarios formarse una opinión inteligente sobre cuestiones políticas, y aun decidir quién es la persona cuyo juicio experto merece el mayor respeto». La protección del grupo, de la comunidad, se ha ido deteriorando así con el paso del tiempo en favor de una suerte de teocracia en la que un líder (incluso aquellos elegidos de forma convenida y justa) toma decisiones, pero no guiadas por el bien común, sino por una miríada de intereses particulares, a menudo ocultos al escrutinio general, que no revierten en una vida mejor para la sociedad.
No me malinterpretes: la política es una actividad noble, cuyo ejercicio no solo es necesario para el desarrollo de los individuos, sino que ha llevado a la humanidad hasta un grado de progreso difícilmente alcanzable sin esa cooperación. Los problemas surgen cuando, como apuntaba Kant, la persona deja en manos de otros, de una colectividad casi siempre innominada y mutable, las responsabilidades de sus decisiones éticas. El Estado es un elemento importante —diría que indispensable— para el buen funcionamiento de la vida en sociedad; pero no puede ser el paraguas que nos libera de nuestras obligaciones morales. Rubachof puede ser libre de elegir la sociedad que desea construir y trabajar por ella, pero esa convicción no le exime de actuar, siempre y ante todo, como un ser humano. Al convertirnos en Rubachofs, dejando que la pertenencia a una colectividad supraindividual nos exima —fantaseamos— de asumir deberes inherentes a nuestra condición humana, no hacemos sino socavar la política, la sociedad y, por encima de todo, nuestra propia humanidad.
Enhorabuena! Un texto magnífico y muy actual: dejamos de actuar individualmente y dejamos que el Estado asuma la responsabilidad (y, previamente, la decisión).
Un tema que me llama mucho la atención es que, de un tiempo a esta parte, tanto autonomías como el Estado regulan la prohibición del móvil por los niños en la escuela. Es un claro ejemplo de lo que indicas en tu texto: los padres, que son quienes deberían hacerlo, se inhiben y el Poder es quien lo decide. Evidentemente, es un error.
Rubachov actúa de mala fe, diría Sartre. Si bien estos son temas donde no se puede afirmar nada con seguridad, por cierto la dependencia excesiva en la colectividad deshumaniza a los individuos. La cita de Russell es genial. Gran escrito, como siempre, Emi.