Como ya sabes, La Divina Comedia se inicia con estos versos:
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura,
che la diritta via era smarrita.
El hecho de que Dante se encuentre en una «selva oscura» ya evidencia el hecho de que ese viaje, ese camino, va a ser algo arduo, toda una aventura que le obligará a encontrar el rumbo que cree haber perdido.
Cientos de años después, el hecho de viajar se ha convertido en algo tan cotidiano que muchos ni siquiera prestan atención al acto mismo del desplazamiento, pero tampoco a los cambios que conlleva el traslocarse.
Podemos atravesar cientos, miles de kilómetros en pocas horas y arribar a lugares que poco antes eran ignotos para nosotros. Podemos navegar por los husos horarios y alcanzar países cuyos ciclos del sueño son casi opuestos a los nuestros. Podemos surcar un océano de algodones para llegar a sitios en que los rostros nos son tan ajenos como los sonidos que emiten.
Pero el hecho de ser capaces de hacerlo, de que la tecnología y los avances sociales nos posibiliten esa huida hacia lo desconocido, no significa que el periplo sea esa aventura en la que el florentino se embarcó en el siglo XIV. Al contrario: aunque solemos considerar el viaje como algo que nos abre los ojos a lo exótico, hoy día se ha convertido en una simple extensión del tiempo de ocio que, por desgracia, es habitual malgastar (y malusar, si me permites el neologismo).
Hace muy poco tiempo, aunque en términos humanos se haya convertido en una enormidad, marchar a otro lugar era un privilegio reservado a unos pocos, o bien un trabajo que se realizaba con la asunción de bastantes riesgos. Los primeros eran nobles o acaudalados personajes que disfrutaban de una vida rica tanto en tiempo como en dinero; los segundos eran mercaderes que se exponían a dificultades de todo tipo para comerciar con todo tipo de objetos, alimentos, materias y, no pocas veces, personas.
En cualquiera de los dos casos, no obstante, el viaje entrañaba ciertos riesgos y una inversión de tiempo importante. Para ambos tipos de «turista» era necesario saber que partirían sin conocer con exactitud la fecha de su regreso, si bien unos abordaban esa incertidumbre desde la libertad que otorga el ocio y otros tenían que confiar en circunstancias benignas para retornar de una pieza a su hogar. El tiempo no era un elemento que condicionase esa expedición, sino que se adaptaba a los deseos u objetivos del vagabundo: no importaba tanto cuándo se regresaba, sino qué ocurría mientras se viajaba.
Aunque nos repetimos sin cesar que lo que importa son las experiencias, los descubrimientos, los instantes, lo cierto es que (tal vez por el ritmo de vida actual, tal vez por la exposición al consumismo desaforado, tal vez por una depauperización del turismo) pasamos de puntillas por las lecciones de vida que el viaje nos brinda. Puede que seamos conscientes de las diferencias entre nuestro origen y nuestro destino, de lo exótico que resulta un entorno que no conocíamos, pero no prestamos atención a los brochazos que ese lugar está dejando en nuestro lienzo interior. Cuando regresamos, embobados por la contemplación de objetos que «había que ver», incluso enamorados de esos «paseos sin rumbo» que nadie más que uno da, nos sorprendemos al constatar que estamos sucios de pintura y nos frotamos el alma para eliminar los restos.
Creo que aquellos viajeros, algunos de una forma más libre, otros quizá incluso sin estar convencidos, se abrían a esas manchas con una naturalidad de la que hoy carecemos. El viaje no era una aventura maravillosa en la que se podía acceder a otras costumbres desde la seguridad de nuestra inmaculada condición de turistas o una lección de vida cuando pedimos un plato típico al camarero que ha visto a cientos de nuestros clones antes de llegar nosotros.
El viaje era un riesgo de «ensuciarse» con el roce de otros; era el peligro de exponerse a visiones distintas; era la felicidad de hallar lazos con personas que no se parecían a ti; era el miedo a no entender las palabras, pero tampoco las ideas; era la certeza de que «hogar» era un término que no representaba nada en aquel momento; era una ordalía que cambiaba al viajero tanto como mutaba el paisaje. Nadie salía indemne de ello, ya fuera por el bagaje de conocimientos que atesoraba o por las cicatrices que ganaba.
Quizá deberíamos retornar a esa forma de ver el mundo, a esa aceptación de la fragilidad que impone el cambiar de lugar. Es cierto que algo así conllevaría modificar la manera en que viajamos: quizá menos, pero con más tiempo y y una mente más abierta. Sin embargo, exponernos de nuevo al «peligro» de sufrir incomprensiones, de malentender a los extraños, de maravillarnos ante lo desconocido, sería, con total probabilidad, una forma exquisita de perdernos en la selva oscura y extraviarnos en el camino errado.