No es posible ser amigo de muchos con perfecta amistad, como tampoco estar enamorado de muchos al mismo tiempo (pues amar es como un exceso, y esta condición se orienta, por naturaleza, sólo a una persona); no es fácil que muchos, a la vez, agraden extraordinariamente a la misma persona, y quizá tampoco que sean todos buenos para él. Pero, además, uno debe adquirir experiencia y llegar a una intimidad, lo que es muy difícil. En cambio, por utilidad o por placer es posible agradar a muchos, porque muchos son los que están en esas condiciones, y tales servicios requieren poco tiempo.
Ética nicomáquea, Aristóteles
Si hay algo que valoramos (o parecemos valorar) de manera universal es la extroversión; desde el albor de los tiempos se ha visto con buenos ojos a todo aquel que se rodea de amistades y hace gala de desenvoltura, como si la desinhibición fuese un pedestal en sí mismo que dota a aquellos afortunados de un halo de donosura, atractivo y admiración. Seamos nosotros mismos tímidos o expansivos, la extroversión es una cualidad que se jalea y se persigue, desde los juegos infantiles en el parque hasta las reuniones informales de trabajo. El hombre es un animal social, pero hemos convertido esa sociabilidad en un marchamo de prestigio y éxito que tratamos de fomentar de todas las maneras posibles.
Pienso, como Aristóteles, que es imposible congeniar con mucha gente si lo que se busca es, en última instancia, una relación fructuosa; y lo es por la simple razón del esfuerzo que toda conexión humana implica. Amar a una persona —no en sentido afectivo, sino amistoso— nos impone un compromiso que no todo el mundo está dispuesto a asumir. Vemos los relaciones sociales como herramientas, como útiles que nos sirven en diferentes aspectos de la vida: para conocer a otras personas, para no estar solos, para cumplir una función, para practicar una actividad… pero no por sí mismas. Cada uno de nosotros somos islas en el océano inmenso de la sociedad, y tender un puente significa aceptar un tránsito en ambos sentidos entre ambos extremos. Dice Albert Camus en La peste que esta «…había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes». Acostumbrados a lo inmediato, a lo fugaz y a lo lisonjero, obviamos el imprescindible porvenir que demanda la amistad y nos regodeamos solo en los instantes.
Curiosamente, sin embargo, la introversión tiene una faceta interesante, seductora: lejos de juzgar a los que se apartan como ermitaños, sin más, tendemos a observarlos con un recelo codicioso, como si disfrutaran de privilegios vedados al resto. En buena parte de los casos, el introvertido reviste un aire de interés, despierta curiosidad y provoca atracción. En cierta forma, al apartamiento suscita un aroma de atractiva desidia por el mundo, una suerte de indulgente desprecio por eso que hacen «los demás», lo cual impone una distinción que nos individualiza frente al resto: el introvertido pasa de ser una víctima del ostracismo autoimpuesto a un irreverente opositor al mainstream social. La soledad, paradójicamente, ostenta buena imagen.
Quizá esta curiosa relación entre ambos extremos sea más simple de lo que parece: y es que la sociabilidad y la introversión son utilizadas en términos de exposición. En un mundo dominado por la imagen que ofrecemos de nosotros mismos, bien usamos a los demás como elementos de nuestra propia «marca», bien nos alejamos de los focos para generar interés. En muchos casos, valoramos las consecuencias de la expansividad o de la soledad solo en función de los beneficios que puedan proporcionarnos, pero en absoluto porque sean impulsos innatos que no podemos obviar.
Aristóteles tomaba la amistad como una de las virtudes más importantes (tema que trataremos el próximo domingo, por cierto), no solo por su carácter enriquecedor en cuanto al saber, sino por ese compromiso que requería y que pone a prueba tanto al que la otorga como al que la recibe. De igual modo, creo yo, la soledad también implica cierto deber para con uno mismo; nos alejemos de los demás como reacción o como acción, deberíamos considerar la naturaleza de ese alejamiento y ser honestos con lo que planteamos lograr gracias a ello. Si una relación fecunda puede redundar en innumerables ganancias, no menos fructífera puede ser la contemplación solitaria y el trabajo concentrado en solitario.
En la novela ¿Quién tiene la culpa?, de Aleksandr Herzen, uno de los personajes afirma que «con la naturaleza el hombre no compite, no la teme, por eso nos sentimos tan bien y tan libres en soledad». Puede que necesitemos a los demás en cuanto miembros de una comunidad que —hoy más que nunca— debiera ser global, universal, pero lo cierto es que hay un prurito de aislamiento en nosotros que nos arrastra al retiro cuando queremos recuperar aquella parte más íntima, más nuestra; la soledad suele ser el camino que precisamos andar cuando hemos perdido la brújula y no recordamos el destino del viaje. Un destino que solo podemos definir, elegir y construir nosotros.
Hace muchos años acuñé una frase que sigue siendo vigente: en los tiempos de la era digital, los amigos auténticos se siguen contando con los "dígitos" de una mano.
Emi nos apunta a la soledad necesaria, entre otras cosas, para cultivar después esa intimidad.
Tu texto me recordó a lo que denominaba Kant como insociable sociabilidad: esa inclinación natural del hombre a vivir en compañía, a cooperar y así desarrollar sus capacidades en sociedad, pero también existe esa tendencia insocial que le lleva a querer disponer de todo según le place y espera encontrar sin resistencia. Edward Slingerland sostiene una tesis muy interesante respecto a los intoxicantes como el alcohol o cierto tipo de drogas, justificando su uso en nuestra naturaleza de simio (competitiva, egoísta, que tiende al conflicto violento para apoderarse de recursos) y nuestra peculiaridad de actuar como hormigas (sociables, cooperativas, favoreciendo la división del trabajo y el compañerismo).
Una ambivalencia que es muy humana. Y en mi opinión encuentra su sentido en la forma en la que actuamos y nos comportamos. Tenemos necesidades y preferencias, y buscamos satisfacerlas. En muchas ocasiones esto nos llevará a la competencia y el conflicto. Pero por otro lado, necesitamos cooperar para lograr ciertos fines, preservar nuestra seguridad y apoyarnos para mejorar. Eso ha dado lugar a comunidades y sociedades, dotadas de leyes e instituciones, cuyo surgimiento no necesitó de una mente maestra, sino que surgió como un proceso espontáneo y descentralizado, pues se aprecian los mismos patrones en sociedades de regiones muy distintas y sin contacto previo. Un muy buen artículo.