Pensamiento como creación. ¿Ordenamos el mundo, o somos ordenados por él?
Aunque no podemos imponer un orden a lo externo, quizá sí podemos ordenarnos a nosotros mismos internamente gracias a la relación que mantenemos con la realidad
Ahora lo que vi fue lo inánime. Vi que ya no había ninguna diferencia entre lo que mi padre había sido y la mesa sobre la que yacía, el suelo sobre el que ésta descansaba, el enchufe de la pared debajo de la ventana, o el cable que iba al aplique de al lado. Porque los seres humanos no son más que una forma entre otras formas, expresadas una y otra vez por el mundo, no sólo en lo que vive, sino también en lo que no vive, dibujado en arena, piedra y agua. Y la muerte, que yo siempre había considerado la magnitud más importante de la vida, oscura, atrayente, no era más que una tubería que revienta, una rama que se rompe con el viento, una chaqueta que cae de la percha al suelo.
La muerte del padre, Karl Ove Knausgård
¿Existe el mundo? ¿Existe aquello que percibimos, que vemos, que escuchamos, que sentimos? ¿Hay algo más aparte de nosotros, de nuestro «yo» pensante? Desde los primeros filósofos, pasando por la revolución cartesiana, hasta nuestros días, la cuestión del sujeto como creador del mundo o como producto de elementos externos es algo que ha fascinado a la especie humana. Puede que no hayamos cavilado sobre ello de forma consciente, pero estas ideas, de una u otra forma, se nos plantean de distintas maneras a lo largo de la vida.
Gracias al pensamiento (¿a la mente?) entendemos y aprehendemos el mundo que nos rodea, aunque en ocasiones se haga de manera completamente inconsciente o inadvertida. Aplicamos nuestros conocimientos, recuerdos, ideas, competencias y reflexiones a todo lo que conforma la realidad (o aquello que entendemos como «realidad», una cuestión que da para otra —o muchas otras— newsletter) para poder relacionarnos con ella, para intentar dotarla de sentido y así interactuar con el entorno sin caer en el caos del desorden.
Sin embargo, la premisa (si se puede considerar como tal) parte de un error de concepto: nosotros, como individuos, aunque pensantes —sintientes, conscientes—, no podemos imponer un orden a aquello que nos rodea: lo externo, lo ajeno, tiene sus propias reglas y estructuras, por lo que es absolutamente inasequible a nuestros esfuerzos por dotarlo de una jerarquía, de un sistema. Nuestra relación con lo que ocurre «fuera» de nosotros es meramente aproximativa, tentativa, de manera que es imposible ejercer sobre ello un control que, en realidad, ni siquiera existe en nuestro propio pensamiento.
En verdad, la cuestión básica que trasluce esta disquisición es que nuestra mente solo puede tratar de sistematizar aquello que nosotros somos: lo que pensamos, lo que cavilamos, lo que reflexionamos. Y, aun así, es un trabajo ímprobo que las más de las veces se ve frustrado por la carencia de competencias para interpretar lo que sucede o la información que recibimos. Ese «yo» que percibimos como un elemento ineluctable, primigenio e innegable, es solo una construcción frágil que se mantiene en pie gracias a una larga serie de presupuestos que hemos ido acumulando a lo largo de la vida; el hecho de que el cambio sea un elemento constante en la existencia prueba la veracidad de esa afirmación. El filósofo y biólogo Francisco Varela afirmaba que para abordar el estudio de la mente (la consciencia) se debe tener claro que esta es el resultado de una codeterminación entre lo interno y lo externo. El pensamiento, por lo tanto, sería más bien un intento de conexión entre lo que ocurre dentro de nosotros y lo que acontece más allá de nosotros; pero intentar interpretar lo segundo, lo externo, solo es una tentativa algo ingenua, puesto que el hilo que conecta ambos elementos es sutil.
Nuestra consciencia nos ayuda a poner orden en nuestros pensamientos, jerarquizando, organizando, estructurando, relacionando e interpretando los datos que recopilamos de ese exterior que nos circunda. Gracias a esa recopilación y sistematización podemos entender (o tratar de hacerlo) la realidad extrínseca, aprendiendo las reglas que la gobiernan para actuar de acuerdo con ellas y mantener un trato beneficioso con el entorno. De hecho, el filósofo José Carlos Ruiz dice en su libro El arte de pensar que «el pensamiento crítico se fundamenta en dos elementos que tendremos que dominar si queremos usarlo adecuadamente: las circunstancias y el contexto». En resumen: imponemos un orden interno a nuestra mente para tener mejores opciones en nuestra interrelación con el mundo.
Nos equivocamos al creer que podemos (im)poner orden al mundo exterior; este tiene sus propias reglas, inabordables para nosotros, mucho más complejas de lo que imaginamos y en absoluto ligadas a nuestra capacidad de actuación. La soberanía que ejercemos en nuestro propio pensamiento es, cuanto menos, escasa, y desde luego absolutamente incapaz de sistematizar un universo de complejísimos elementos que escapan por completo no solo a nuestro control, sino a cualquier intento de regulación. En el ensayo La trampa de la felicidad, Russ Harris indica que «podemos controlar nuestros pensamientos y emociones mucho menos de lo que desearíamos». En ese deseo radica la trampa del control: no entendemos que somos, en cierta forma, víctimas de una consciencia en constante movimiento, en constante cambio, en constante evolución, y reaccionamos contra esa fluidez tratando de imponer un orden cognoscible a aquello que nos rodea en un vano intento de encontrar cohesión, tranquilidad y equilibrio. Pero incluso la persona más estable, más serena, encierra dentro de sí un hervidero de ideas, miedos, incertidumbres, creencias y presupuestos que escapan a su control. «La maquinaria asociativa busca causas. […] Nuestra predilección por el pensamiento causal nos expone a serios errores en la evaluación de la aleatoriedad de sucesos realmente aleatorios», afirma Daniel Kahneman en su conocidísimo ensayo Pensar rápido, pensar despacio; esa aleatoriedad es inherente a la realidad, pero preferimos ignorar (por convicción o inocencia) ese hecho para aplicar un rigor metodológico ilusorio.
Solo si nos rendimos ante esa incapacidad de estructurar la realidad podemos empezar a buscar dentro de nosotros una suerte de «orden interior» que nos proporcione un remanso de seguridad, aunque sea mínima y artificial, para establecer una relación sana con el mundo. Un mundo que no podemos entender, ni mucho menos ordenar o sistematizar; un mundo al que no podemos imponer reglas, del que no podemos trazar un mapa. ¿Cómo dotar de sentido algo cuando ni nosotros mismos podemos sistematizar nuestro propio pensamiento? A mi parecer, solo desde la humildad de entender la imposibilidad podríamos llegar a claudicar de esa aspiración y centrarnos en organizar nuestra mente, a pequeña escala, aun sabiendo que también estaremos abocados al fracaso, pero que en el camino de construcción de la identidad (infinito e inabarcable) podremos mirar la realidad desde una perspectiva más humana.
Al final es la idea de que no hay libre albedrío y nuestra noción del yo es simplemente operativa y adaptativa. Es más fácil vivir pensando que somos "alguien" separado del mundo exterior. Es algo perturbador por antintuitivo pero yo creo que cada vez más le voy cogiendo el gusto al alivio que supone ver la vida así.
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