Se encogió él de hombros al cerrarse la puerta. Pues sí, para oír borborigmos había arruinado su vida, y la de aquella inocente cuyo subconsciente debía de estar bastante decepcionado y juzgar que la gran pasión no era, a fin de cuentas, tan maravillosa. Desde hacía meses, sólo el consciente de aquella mujer lo adoraba, estaba convencido. Las semanas de Ginebra, muertas semanas de auténtica pasión, habían suscitado un mito al que la pobre leal acomodaba ahora su vida, desempeñando con absoluta buena fe el papel de amante adoradora. Pero su subconsciente estaba harto de aquel papel. Pobre amor, era infeliz y no quería saberlo, no quería ver el naufragio. Y su infelicidad salía entonces a relucir como podía, a través de dolores de cabeza, olvidos, fatigas misteriosas, un acrecentado amor por la naturaleza, una sospechosa aversión al esnobismo. Sea como fuere, no decirle jamás la verdad, sería su muerte.
Bella del Señor, Albert Cohen
En la desopilante, pero amarga, escena en la que se encuentran esas lineas que encabezan el texto, Cohen retrata la decadencia de una pasión arrebatadora: el sonido de un ruido intestinal, tan pedestre como incómodo, constituye la piedra de toque de un desamor que parecía imposible, pero que se materializa con toda crudeza en el instante en que el amante se da cuenta de que la mujer a la que ama se le hace insoportable. El amor, ese ideal absoluto al que se consagra (al que todos nos consagramos, en realidad, en mayor o menor medida), se desenmascara para mostrarse como un aguijoneo carnal, un prurito irrefrenable de deseo, un accidente en el devenir de las pasiones. El amor pierde así su imagen empírea y sacra, su categoría de sentimiento supremo, para revelarse como una simple sumisión biológica que, como acontece con todo lo humano, tiene una indeleble fecha de caducidad. «El primer amor es como una revolución: el orden monótono y regular de la vida se quebranta y se destruye en un instante», describe Iván S. Turguénev en la novelita Aguas de primavera. Y, en efecto, como pasión fundacional del arte, como emoción sublime donde las haya, como llama que alienta el motor de la vida, el amor quebranta el orden cotidiano y revoluciona nuestros propósitos; no hay objetivo ni plan que resista el embate de ese torbellino que tuerce destinos y provoca ansiedades.
Sin embargo, Cohen y muchos otros han retratado esa decrepitud del sentimiento como algo inexorable: por mucha fuerza que encierre el oleaje pasional, los acantilados de la existencia suponen una barrera tenaz; no hay amor que logre socavar la inmarcesible tendencia del hombre a degradar cualquier sentimiento que atesore. «Es imposible amar para siempre; lo único que se puede es ser fiel», comenta el narrador de Nuestro corazón, de Guy de Maupassant, como si sostener la emoción en el tiempo fuese una tarea propia de dioses, más que de frágiles seres humanos. La vida misma nos ofrece ejemplos por doquier de esas pasiones que se marchitan, que se consumen en una fugaz llamarada, que no resisten el mínimo soplo de viento: es difícil creer en un amor eterno cuando la existencia de cada día destruye cualquier atisbo de perdurabilidad en cualesquiera proyectos que hagamos. En una sociedad que se inclina más por lo inmediato, es lógico que tendamos a contemplar el amor como una forma —otra más— de ocio, de diversión, de entretenimiento: esa inconsistencia lo destruirá, inevitablemente, en cuanto arribe el primer borborigmo. La necesidad de novedad, de cambio, es una asesina silenciosa del amor, como bien supo ver Tolstói hace más de cien años: «Me parecía poco amar una vez conocida la felicidad de amarlo. Quería movimiento y no el fluir sosegado de la vida. Quería inquietudes, peligros y sacrificio en aras del sentimiento. Había un exceso de energía en mí que no encontraba su lugar en nuestra vida apacible». La narradora de La felicidad conyugal pone su celo como esposa en el divertissement pascaliano, en la distracción y la diversión y la variedad y el deseo y la euforia. Tal vez por eso hogaño es aún más complicado sostener un compromiso tan perdurable como el que exige el amor.
El quid de la cuestión no es si el amor debe ser eterno, evidentemente: como todas las pasiones, serán los implicados los que decidan cómo gestionar las relaciones que se entablan y qué expectativas depositarán en ellas. No obstante, pienso que esa imagen del amor como una emoción con fecha de caducidad, con un límite de tiempo inexorable, es más propia de las veleidades artísticas y, por extensión, de las concepciones culturales de ellas derivadas. Hemos dado por buena la creencia en un amor tan excesivo que no puede durar, en un amor tan excelso que solo puede marchitarse, en un amor tan absurdamente perfecto que no tiene más destino que la muerte. De ahí las historias, representaciones, dogmas y supercherías asociadas a una visión que solo tiene en cuenta la llama inicial, pero no presta atención a la combustión posterior. Y es que, ya que tan aficionados somos a utilizar la metáfora del fuego, deberíamos atender al hecho de que una hoguera debe prenderse con una chispa, pero después debe ser alimentada y cuidada para que siga proporcionando calor; dar por sentado que esas llamas no pueden sino extinguirse es asumir una rendición previa que invalida cualquier convicción. El amor, como muchas otras pasiones humanas, como muchas otras experiencias, es un camino, no una meta. El amor se cuida, se cultiva, se siembra, se recolecta, se abona. El amor se sufre, por supuesto, pero también se goza; se tambalea, pero también se apuntala; se padece, pero también se celebra. No hay nada escrito previamente en ninguna historia, ninguna funesta maldición que imponga un fin, ningún mandamiento ineluctable que tiña de dolor esas emociones; uno elige cómo desempeñarse más allá del tiempo, de las vicisitudes y de las experiencias. «Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor», dice el narrador de La balada del café triste, de Carson McCullers, y en esas palabras se encierra una gran verdad. Ningún borborigmo puede acabar con el amor, porque un amor verdadero, trabajado, custodiado y atendido es más poderoso que cualquier debilidad corporal. Somos nosotros los que labramos su valía y su cualidad por encima de la biología.
«El primer amor es como una revolución: el orden monótono y regular de la vida se quebranta y se destruye en un instante»
El primer amor. El primero, tanto el amor como cualquier otro sentimiento o experiencia, marca lo que será ese sentimiento o experiencia a lo largo de toda nuestra vida. Que una vez cotejado con las segundas y terceras experiencias, pierde su fuerza implosiva y se atiene a la relatividad de la comparación.
Y del amor ¡qué no se habrá dicho del amor! “Un rayo que nos parte” para Cortázar, “beber veneno por licor süave” para Lope, “el motor del mundo” para unos, “el freno del mundo” para otros.
"Somos nosotros los que labramos su valía y su cualidad por encima de la biología.”
Si es que la biología es algo. ¿No está en los planes de la biología enamorarnos para transformarnos?