
Hace muchos años (quizá ya demasiados) llegó a mis manos, fruto del azar, Crimen y castigo. Como ya sabes, es un libro de esos que llaman «difíciles», algo que siempre me ha llamado la atención, puesto que la dificultad de un texto es algo tremendamente arbitrario; sin embargo, tal vez por esa percepción (muy del adolescente que era yo entonces), tal vez por encontrarlo realmente árido, tuve que abandonar su lectura al poco de comenzar.
Pocos años después, buscando en las estanterías mi próxima lectura (entre L. y yo sumamos cientos de volúmenes cuando empezamos a vivir junto y aún podemos descubrir libros que el otro ha leído, pero el uno no), hallé el ejemplar de Dostoievski al que había renunciado tiempo atrás. Decidido a enmendar ese vacío de bagaje lector, me adentré en las desventuras de Raskólnikov con una ilusión que me retrotrajo a esas experiencias que uno tiene cuando se embelesa con algunas lecturas en su primera adolescencia. Ya había leído al ruso con anterioridad, pero esta obra en concreto me produjo una honda impresión, como, supongo, le ha sucedido a lo largo del tiempo a cualquiera que se haya acercado a ella.
No quiero hablar, no obstante, de esta magna obra de arte, sino del porqué de ese aparentemente inopinado cambio a la hora de apreciar el libro.
Hay días en los que la misma luz, la misma lluvia, la misma oscuridad o el mismo frío te provocan sensaciones diferentes. El deslumbrante sol del amanecer puede causarte una alegría de vivir desbordante, o bien recordarte que llegas tarde al trabajo; la llovizna suave que baña las calles de tu barrio puede recordarte una aventura placentera de tu juventud, o bien aguarte el trayecto hacia el supermercado; la noche templada de agosto puede reconfortarte con su tibieza, o bien puede sofocarte mientras das vueltas sobre las sábanas…
Nuestra mirada es siempre tornadiza y veleidosa, así como lo son nuestras emociones a ella asociadas. Es imposible pretender ser feliz siempre que contemplamos un amanecer, de igual manera que no es probable que una tarde de otoño nos haga sucumbir a la melancolía. La fortuna de estar vivos es que no somos capaces de controlar nuestros sentimientos y, por tanto, las mismas experiencias pueden conducirnos a pálpitos muy diversos. Algo que, lejos de ser un infortunio, resulta uno de los rasgos más hermosos de los seres humanos.
Encontrar el momento adecuado para las cosas se convierte así en todo un arte: un arte del instante, de lo frágil, de lo inesperado, de lo azaroso, de lo fugaz. No somos omniscientes, no podemos prever lo que acontecerá, y no nos queda más remedio que adecuarnos a esos estados de ánimo tan mutables para arrostrar las impensadas situaciones que nos depara la existencia. Quizá, si no te detienes a analizarlo, pueda resultar frustrante; pero, por el contrario, creo que en esa indefinición se encuentra un matiz de fascinación que resulta bellísimo.
De ahí que haya momentos en los que, aunque nuestra razón nos señale el camino, nuestro sentimiento toma las riendas para desviarnos de la senda «recta»; lo que pudiera parecer una elección correcta en términos de sensatez es desechada sin aparentes motivos lógicos. Corazón frente a cerebro, pasión frente a intelecto.
Sin embargo, no es una cuestión de opuestos. En cierto sentido, esa «infiltración» de nuestras emociones en la complejidad de la toma de decisiones es lo que nos lleva a la felicidad de los azares. Si no nos dejásemos sorprender por las sinrazones de nuestra emoción, quién sabe cuántas experiencias podríamos perder. Aunque nos pueda resultar molesto en ocasiones, ese cambio de opinión sin una lógica explícita (para nosotros mismos) puede acarrear los instantes más hermosos.
Así ocurre, como decía, con las lecturas. Puede que un libro llegue a nuestras manos demasiado pronto (o, por desgracia, demasiado tarde); puede que no sea este el momento de sumergirnos en su historia o de comprometernos con sus ideas. A nuestro cerebro no le gustará renunciar a la decisión de haber comenzado con ello, o de haberlo planificado, pero es probable que a la larga entendamos que ese aplazamiento resulta ser beneficioso.
En la vida también aparecen esas «lecturas» que no llegan en su momento justo. Tallamos nuestros planes en la roca, pero el vendaval erosiona esas marcas sin poderlo evitar. Esa serendipia (término que no llega a ser perfecto, pero que se acerca) existencial define nuestro periplo por el mundo: proyectamos nuestro camino con mimo, pero durante el trayecto el mapa queda emborronado por la lluvia inesperada.
Quizá debería recordar esos momentos en los que el tiempo se desajusta, en los que parece que el plan ha fallado, en los que aquello que creía probable se convierte en imposible. Quizá debería recordarlos para comprender que el momento no lo elijo yo, sino que viene impuesto por unas circunstancias que solo puedo entrever, pero no dominar. Quizá el azar controla muchas de mis decisiones, pero también hace de la vida un espectáculo sublime.
Algo muy parecido me ha pasado a mí con Murakami. No me entró en un principio y ahora lo estoy redescubriendo. Sería que no era el momento 😉