A Lewis, por ejemplo, le preocupa que una mayor accesibilidad le quite energía y reduzca su capacidad para investigar y escribir buenas historias. Al respecto anota: «Es increíble cómo la gente está accesible en todas partes y a todas horas. Hay muchos tipos de comunicación en mi vida que no son enriquecedores, sino que, por el contrario, son empobrecedores».
Cal Newport - Céntrate
Esta carta se publica en pleno agosto, temporada vacacional para muchos, quizá también para ti. Un momento en el que, si tienes suerte, puedes dejar a un lado el trabajo y dedicarte con fruición a lo que te gusta, ya sea excursiones por la montaña, tardes de lectura, baños en el mar, acampadas en lo profundo del bosque… actividades a las que, tal vez, no has tenido mucho tiempo de dedicarte a lo largo del resto del año, mientras el trabajo y las obligaciones se empeñan en consumir el pabilo de nuestra existencia.
Es posible que, como a mí, te haya ocurrido algo curioso. Quizá has sentido, en mitad de tus días de descanso, una urgencia, un prurito inexplicable, un hambre voraz por «hacer cosas». Es cierto que todos posponemos actividades para los momentos de asueto, pero es algo más: un impulso acuciante por experimentar, por actuar… por no dejar que el tiempo se pierda. ¿Puede el tiempo perderse, en verdad? Tal vez la famosa novela de Michael Ende pudiera ilustrarnos al respecto, pero lo que está claro es que el tiempo, al menos en esta realidad nuestra, solo se posee o no se posee. Lo que hace fuera de esos dos estados escapa a nuestro entendimiento.
Esa urgencia nos impulsa a actuar para no caer en un vacío «productivo», para no permanecer anclados en una suerte de statu quo que parece considerarse malsano. Ya dediqué una carta a este hecho, algo que me parece más preocupante de lo que parece; sin embargo, la idea de que el «no actuar» es perjudicial, dañina, va más allá de las meras actividades físicas. La manía de la productividad nos conduce a la creencia de que comunicarse también es un acto acumulativo, cuantitativo.
En el ensayo del que extraigo la cita inicial, Newport presenta a varios autores que rechazan el uso de redes sociales y herramientas de mensajería instantánea porque todas ellas socavan su capacidad de concentración. Como bien indica el escritor aludido, hoy día vemos la comunicación como un elemento constante, fluido, que permea cada faceta de nuestra vida e impregna con sonidos y palabras cada segundo, cada pensamiento y cada idea.
Dice Alessandra Aloisi en su ensayo El poder de la distracción:
La posibilidad de recibir en tiempo real, donde sea que nos encontremos, correos electrónicos, mensajes y notificaciones de todo tipo, si por un lado intensifica y acelera la comunicación simplificando inmensamente nuestra vida, por el otro determina una situación de conversación continua y omnipresente que reduce las pausas de silencio y de distracción, monopoliza nuestra atención encauzándola hacia ocupaciones a corto plazo, y marca los tiempos de nuestras reacciones y respuestas, las cuales se acortan en función de la rapidez con que se produce la comunicación misma.
Entablar relaciones con otras personas y mantener una comunicación enriquecedora es algo mucho, mucho más complejo de lo que solemos considerar. Lejos de querer romantizar el pasado, lo cierto es que antes de la llegada de las aplicaciones de correo y mensajería las conversaciones con personas cercanas, familiares, amigos, compañeros, colegas, estaban basadas en la necesidad de compartir experiencias, de recabar informaciones o de encontrar conexiones emocionales sólidas. Claro que siempre ha existido la cháchara, los chismes, las maledicencias, el compadreo o las banalidades, puesto que el ser humano atesora dentro de sí una parte ligera y desenfadada; sin embargo, también solía haber una intención, un propósito para esas relaciones, ya fueran superficiales o trascendentes.
A quién no le ha pasado hoy día, por el contrario, toparse con correos electrónicos que no aportan datos al contexto, que no transmiten la intención del emisor; con mensajes de Whatsapp basados en la acumulación de iconos para comentar un acontecimiento que parecemos incapaces de describir; con publicaciones en redes que hacen gala de una insondable pereza neuronal y se limitan a reaccionar con una pobreza intelectiva rayana en lo vegetal.
Estar conectado, recibir comunicaciones o postear imágenes no nos convierte en personas bien comunicadas. Más bien al contrario: la acumulación de elementos resta información precisa y limita el contexto, provocando una «ausencia de contenido». Hablamos (escribimos, publicamos), pero no decimos nada. Escuchamos (leemos, vemos), pero no hay nada que oír.
Pienso en esas tardes tranquilas en las que L. y yo salimos a pasear y hablamos de lo divino y de lo humano, «resolviendo el mundo», como solemos decir. Pienso en esas llamadas telefónicas con mi madre (¿sigue la gente llamando por teléfono, o solo envía audios?) en las que, cientos de kilómetros mediante, nos ponemos al día de lo que nos sucede. Pienso en la profusión de ideas que pueden surgir del simple hecho de pasar un tiempo sentado en la orilla del mar contemplando el romper de las olas.
Entenderse, respetarse, amarse y, por extensión, comunicarse, nunca debería ser una cuestión de cantidad. No importa los muchos mensajes, publicaciones o posteos que hagamos: si no cuidamos el tiempo que dedicamos a los demás, todo lo que nos llegará, todo lo que emitiremos, solo será ruido. Las palabras solo merecen la pena cuando no están vacías. Cuidémoslas.
Amén Emi.
Qué bonito es el lenguaje, que preciosa la escritura y qué arte innato tienes para expresar una de las cosas que más me preocupa de la sociedad en la que vivimos.
Gracias por estar. ❤️
Muchas gracias, Emi.
Totalmente de acuerdo contigo. Vivimos rodeados de distracciones que son ruido en la comunicación y en nuestra creatividad.
La comunicación es mucho más que intercambiar mensajes o compartir posts.
Me ha encantado la siguiente exprés: "pobreza intelectiva rayana en lo vegetal".
Gracias!