¿Qué hay al otro lado del cristal?
Es difícil estar seguro de lo que uno ve, o contempla. El acto de observar es dinámico, fluido: lo que podemos ver está ahí para nosotros, pero lo interpretamos de formas distintas de acuerdo a un sinfín de elementos. Nuestro estado de ánimo influye en la manera en que contemplamos el rostro amado. Nuestra ansiedad puede distorsionar el juicio sobre un paisaje. Nuestro recuerdo modifica la belleza de ese retrato colgado en la pared.
Todo lo que vemos está contenido en nosotros. De alguna manera, antes de observar, de contemplar, de examinar, ya estamos poniendo algo íntimo en aquello sobre lo que depositamos nuestra mirada. Cuando nos situamos frente al objeto o la persona, trasladamos una parte de nosotros mismos a ese destinatario sin siquiera ser conscientes de ello. La mirada no es unidireccional, sino un reflejo, algo difuminado, de aquello que ya somos.
El hecho de interponer un cristal entre nuestros ojos y el mundo implica, sobre todas las cosas, la decisión de no ser partícipes de lo que contemplamos. Pero, además, también significa que esa pequeña parte de nosotros que se traslada (y dibuja, y cambia) al objeto de contemplación desaparece. Perdemos y nos perdemos. La belleza no sabe de intermediarios.
Aunque seamos ignorantes de aquello que miramos, su rastro siempre llega a nosotros. Sin embargo, cuando imponemos una barrera artificial esa melodía de reminiscencias desaparece en el arcoíris recreado por los reflejos del cristal. Quedará la pátina de una imagen sin lustre, los rasgos de una hermosura perdida, la fragancia de lo que pudo ser un bello recuerdo. Ese cristal que situamos entre nosotros y el objeto pasa a convertirse en un inadvertido escudo frente al mundo: nos protege de aquello que ansiamos aprehender.
Qué difícil es, sin embargo, abstraerse de esa pulsión que nos lleva a desear convertir en eterno lo que, por definición, es marcesible. Todos ansiamos prolongar el instante, atesorar el momento, guardar la contemplación, retener la mirada, preservar la palabra… No queremos que las cosas se difuminen en el pasado, aunque sin darnos cuenta las convirtamos en obsoletas al pasar sobre ellas para inmortalizarlas. Eliminamos la belleza de nuestra memoria para transformarla en fugaces chispas de eternidad.
Tal vez se trata de un atávico instinto de preservación: un intento desesperado por proteger lo que nos conmueve y experimentar así un poco de trascendencia. La belleza nos salva porque nos hace más conscientes de nuestra fragilidad; quizá por eso luchamos por poseerla, por cazarla. Nos desesperamos por atrapar lo fugaz… obviando su presencia y representándolo a través de la mirada ausente e inhumana de un aparato. Y así, sin reparar en la incoherencia, pensamos que hemos capturado lo frágil gracias a un instante de contemplación que permanecerá en el eterno agujero negro de nuestro archivo digital.
Es imposible salvaguardar esos momentos de belleza; he ahí la tragedia que nos consume a todos y por la que nos lamentamos, a veces sin saberlo, cada día. Esa congoja nos acompaña casi desde el preciso instante en que tomamos conciencia de nosotros mismos, y ya no se marchará jamás. Incluso de niños, cuando la eternidad es una medida de tiempo palpable, sentimos que hay cosas que no volverán y deseamos retenerlas con todas nuestras fuerzas. Ya de adultos, ese sentimiento se torna casi apatía, sabedores como somos de que las cosas solo dejan una huella de arena en la playa.
Pero precisamente por esa pulsión de atesorar lo fugaz pretendemos apresar lo efímero con las fotografías, a través de las pantallas. Y, sin embargo, al poner nuestra atención en ese intento de inmortalizar el objeto de deseo, perdemos por completo la impronta de su belleza; su capacidad de conmovernos se ve diluida al poner el foco en la intermediación, en el falso registro de la realidad. Tanto ansiamos conservar esa belleza que, paradójicamente, olvidamos aprehenderla. Obviamos el original para quedarnos con la copia. Incluso hemos llegado al punto de inmortalizar el instante sin ser partícipes, solo como testigos poco interesados, como si la simple imagen o vídeo pudieran servir como experiencias vitales per se.
Creo que nos convendría no olvidar que al otro lado de ese cristal no hay nada. Al menos, nada que nosotros mismos no hayamos decidido ubicar ahí. Si no afrontamos la dicha del instante con su incertidumbre y su fugacidad, nada de lo que hagamos (o conservemos) servirá para conmovernos mediante la oculta belleza que encierra el tiempo. De nosotros depende ser actores en esa magna obra o meros espectadores.