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Qué belleza tan amarga la de este artículo, Emi. Qué afilada la forma en que reabres —sin pretensión de cerrar— el dilema moral que late bajo la máscara del folletín. Porque sí, Dantès se venga, pero no se libera. Y es ahí donde el texto se abre en canal, donde deja de ser novela para volverse herida.

Tu lectura, tan delicadamente trenzada entre Nietzsche, Séneca, Spinoza y Gracián, busca compostura. Me conmueve esa afirmación: que la moralidad no es un logro, sino un camino. Que, como el dolor, no se supera, sino que se atraviesa con manos temblorosas pero decididas.

También me he preguntado muchas veces cómo hablar con serenidad del deseo de venganza sin desmentir su fuerza. Porque el agravio arde. Y si no lo nombra el lenguaje, lo grita el cuerpo. Pero hay algo que he ido comprendiendo, y que tu texto me recuerda con nitidez: la herida no duele solo por lo que la causó, sino por el tiempo que pasamos pensando en devolverla. La venganza no la cierra: la mantiene abierta, la airea, la vuelve pensamiento fijo. La convierte en paisaje. Mientras se trama, no hay posibilidad de descanso.

Pero ahí está, como tú bien dices, el trabajo más humano: resistir la urgencia de devolver el golpe desde una ética más profunda, una ética que no consienta en reproducir el daño recibido.

Quizá, en el fondo, la tragedia de Dantès no fue solo la sordera ante sí mismo, sino la confusión entre justicia y equivalencia. Y ahí, como en tantos dolores contemporáneos, la medida del deseo excede la del alma.

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