Esta carga que he levantado, casi tan pesada como el mundo, y que había creído que iba a llevar hasta el fin, era a la medida de mi deseo y no de mi fuerza, de mi voluntad y no de mi poder, y deberé depositarla a la mitad apenas del viaje. Oh, me volveré, pues, fatalista, yo a quien catorce años de desesperación y diez de esperanza habían llevado a creer en la Providencia.
El conde de Montecristo, Alexandre Dumas
Hace unos días terminé la lectura de El conde de Montecristo, novela que hace honor al epíteto de «decimonónica» en cuanto a forma, estilo, temática y, por supuesto, extensión. (Valga añadir aquí una advertencia a futuros lectores: de sus más de mil páginas, es probable que sobren unas cuantas.) Más allá de este hecho, la desventura de Edmond Dantès es digna no solo del mejor folletín, sino de la mirada psicológica contemporánea que pueda diseccionar las motivaciones de este personaje para urdir y llevar a cabo una venganza tan desopilante —en lo tocante a su puesta en escena— como mefistofélica. Bien cierto es que nos encontramos ante una obra de ficción y, por tanto, ante una serie de motivaciones y hechos (recalco de nuevo el periodo histórico en el que se escribió) que desafían un análisis morigerado; pero, no obstante, el concepto de venganza sigue teniendo hogaño una curiosa aceptación dentro de la psique individual, incluso dentro de un entorno social, en tanto solemos considerar algunos hechos agraviantes como dignos de ser vindicados en caso de que la justicia no haya dictado sentencia… e incluso así, en algunos casos extremos. «Todo el que sufre busca instintivamente una causa de su sufrimiento, o, dicho con más exactitud, un causante, o, todavía más concretamente, un causante culpable y que sea sensible al sufrimiento; en suma, algo que tenga vida sobre lo que pueda descargar sus emociones con algún pretexto, materialmente o in efigie», dice Nietzsche en su Genealogía de la moral. En efecto, el quid de la peripecia dantesca (perdóname el inevitable juego de palabras) estriba en el sufrimiento que el protagonista padece en sus años de esplendor: injustamente condenado, por supuesto, Dantès consagrará el resto de su vida a tramar una venganza que no se limite tan solo a devolver el mal recibido, puesto que no lo considera suficiente; el «héroe» de la novela de Dumas pretende multiplicar su dolor en la carne ajena, no solo provocando la caída de sus verdugos, sino arrebatándoles todo aquello que se asocia con la felicidad. Persigue a ese culpable «sensible al sufrimiento» de Nietzsche con toda su capacidad de provocar daño y dolor (que resultará ser inmensa merced a las revueltas novelescas de la fortuna).
Sin embargo, ya en el tramo final de la obra seremos testigos de una cierta inquietud en Dantès, como refleja la cita con lo que se inicia este texto. Porque la venganza (y hete aquí la verdadera fruición de este historia y el verdadero misterio del concepto), a pesar de llevarse a cabo, a pesar de hundir a los adversarios del protagonista, a pesar de concederle el objetivo que anhelaba… no es suficiente. Dumas parece atribuírselo al amor, como no podía ser menos en una trama de corte folletinesco, pero las auténticas causas son un poco más abstrusas y profundas: en verdad, creo que la decepción del personaje central proviene de su comprensión de la futilidad de sus acciones; a pesar de lograr su propósito, no solo no consigue pacificar su alma, sino que percibe la ausencia de sentido tanto en lo que ha hecho como en el futuro que nunca ha contemplado. Dantès habla de la medida de su deseo creyendo no poder ejecutar su proyectada venganza, pero en realidad bien podría invertir los términos: su fuerza es bastante, pero su deseo, su voluntad, jamás quedarán satisfechos. Séneca advertía a Lucilio que «es propio de un individuo insignificante y lamentable volverse contra el que lo zahiere», mostrando así la total intrascendencia de la venganza: devolver el mal recibido no solo sería indigno —desde el punto de vista moral del filósofo—, sino infructuoso, porque el dolor solo sabe acumularse, no saciarse.
Pero, dicho —pensado, más bien— esto… ¿cómo echarse a un lado ante la injusticia?; ¿cómo eludir la emoción de repulsa?; ¿cómo evitar la tentación de la venganza? Mientras escribo estas líneas cavilo sobre ello y no puedo engañarme sobre las pasiones que me dominan cuando asisto a un acto inicuo, no digamos ya cuando lo sufro en piel propia; razonar mesuradamente es un ejercicio excelente que nos procura paz y sosiego, que nos conduce hacia la ponderación sensata, pero el sufrimiento no aguarda pacientemente su turno en la cola de los devenires, sino que toma por asalto la ciudadela de nuestra serenidad. Creo que la verdad ineludible es que no podemos sustraernos al sentimiento de vindicación cuando sufrimos: al igual que el cuerpo se tensa ante una quemadura, la mente se encabrita ante una iniquidad; negar este hecho sería engañarnos a nosotros mismos. No obstante, la moralidad es un camino, no un logro, por lo que construir una recta forma de conducirse ante esas injusticias que vendrán (y lo harán siempre, qué duda cabe) es lo que nos pertrecha para arrostrar las decisiones que habremos de tomar. «Lo mejor que podemos hacer mientras no tenemos un conocimiento perfecto de nuestros afectos es concebir una recta norma de vivir o principios ciertos de vida, confiarlos a la memoria y aplicarlos de continuo a las cosas particulares que salen al paso con frecuencia en la vida», nos decía Spinoza hace cientos de años, iluminando así un poco ese pozo de pasiones que es el sentimiento. Y en la misma época nos decía Baltasar Gracián que «no se ha de querer ni aborrecer para siempre». Tal vez no podamos evitar la erupción del volcán de la furia cuando somos presa del dolor o la injusticia; pero, sin duda, siempre podremos apelar a nuestra sensatez para, otorgándonos el tiempo suficiente, ser conscientes de la indignidad de afectos tan sucios. Quizá la tragedia de Dantès fue, ni más ni menos, quedar sordo ante sí mismo.
Qué belleza tan amarga la de este artículo, Emi. Qué afilada la forma en que reabres —sin pretensión de cerrar— el dilema moral que late bajo la máscara del folletín. Porque sí, Dantès se venga, pero no se libera. Y es ahí donde el texto se abre en canal, donde deja de ser novela para volverse herida.
Tu lectura, tan delicadamente trenzada entre Nietzsche, Séneca, Spinoza y Gracián, busca compostura. Me conmueve esa afirmación: que la moralidad no es un logro, sino un camino. Que, como el dolor, no se supera, sino que se atraviesa con manos temblorosas pero decididas.
También me he preguntado muchas veces cómo hablar con serenidad del deseo de venganza sin desmentir su fuerza. Porque el agravio arde. Y si no lo nombra el lenguaje, lo grita el cuerpo. Pero hay algo que he ido comprendiendo, y que tu texto me recuerda con nitidez: la herida no duele solo por lo que la causó, sino por el tiempo que pasamos pensando en devolverla. La venganza no la cierra: la mantiene abierta, la airea, la vuelve pensamiento fijo. La convierte en paisaje. Mientras se trama, no hay posibilidad de descanso.
Pero ahí está, como tú bien dices, el trabajo más humano: resistir la urgencia de devolver el golpe desde una ética más profunda, una ética que no consienta en reproducir el daño recibido.
Quizá, en el fondo, la tragedia de Dantès no fue solo la sordera ante sí mismo, sino la confusión entre justicia y equivalencia. Y ahí, como en tantos dolores contemporáneos, la medida del deseo excede la del alma.