Infierno hacer del Cielo
Nuestra mente es tan compleja que puede llegar a engañarnos en la percepción de la realidad… o lo que consideramos real
… ¡Salve, horrores!
¡Salve, mundo infernal! Y tú, Infierno el más hondo,
a tu nuevo amo acoge, el cual trae una mente
que es de lugar y tiempo inmune a todo cambio.
La mente es su morada propia y puede en sí misma
Cielo hacer del Infierno e Infierno hacer del Cielo.
¿Qué importa dónde me halle, si sigo siendo el mismo
y si soy lo que debo, aunque a él le ha hecho más grande
la posesión del trueno? Aquí al menos seremos
libres: no ha hecho este sitio el Todopoderoso
para envidiarlo y luego expulsarnos del mismo.
Aquí reinar podemos seguros, y a esto llamo,
incluso en el Infierno, digna ambición: más vale
reinar en el Infierno que servir en el Cielo.El Paraíso perdido, John Milton
En el maravilloso poema de Milton, muchos lectores quedan atrapados por la ínclita frase «más vale reinar en el Infierno que servir en el Cielo», que Lucifer dice a Belcebú al despertar en su destierro tras su acto de arrogancia. Una sentencia que representa el orgullo del caído, la fuerza de voluntad de aquel que ha sido condenado y no se resigna a su suerte. Siendo todo eso —y más—, me gusta, sin embargo, la afirmación que Lucifer entona unos versos antes: «La mente es su morada propia y puede en sí misma Cielo hacer del Infierno». Quizá esas palabras encierran una verdad que nosotros mismos apenas somos capaces de asumir por completo.
Si bien Lucifer es condenado por Dios a precipitarse en el Averno, donde morará por siempre hasta la hora del Juicio Final, este no se resigna a su destino; pero el quid no se halla en su vanagloria de reinar sobre sus huestes pese a haber sido vencido por el Creador, sino en su intuición de que la «vida» (lo que quiera que tenga un ser de estas características…) que llevará será más o menos deseable en función de cómo interprete la situación. Adelantándose unos cuantos millones de milenios al conductismo, Lucifer pone la primera piedra de una forma de entender el mundo que, sin embargo, no se suele poner en práctica. «De las cosas que existen, unas dependen de nosotros, mientras que otras no», proclamaría Epicteto en el siglo segundo, alimentando así una corriente filosófica que hoy se descuartiza y mancilla en los gimnasios y los sets de youtubers, pero que expone con claridad algunas ideas que hacen de la vida un camino más amable.
Si la mente es su morada propia, todo está a su alcance: en efecto, puede que haya cosas que no dependen de nosotros, pero nuestra mente es todo lo que necesitamos para hacer del Cielo un Infierno. Si los estoicos defendían la ataraxia como una manera de adecuar los sentimientos —de cualquier índole— a las circunstancias, la visión de Lucifer es una paradigmática puesta en práctica de dicha teoría: allí donde la situación te es adversa, puedes optar por la serenidad para librarte del temor y hallar una forma de lidiar con las dificultades. Aunque la idea es más compleja de lo que pueda parecer (y, de hecho, el estoicismo no se limita a ofrecer una suerte de consuelo solitario, sino a glosar las virtudes de la vida en común y el conocimiento como medios de alcanzar esa tranquilidad de espíritu), su validez es indiscutible: en muchos casos, la forma en la que nos representamos una tesitura tiene mucho que ver con la manera en la que afrontaremos su posible resolución.
Lo que ocurre es que todos somos débiles, quizá por designio divino, quizá como castigo por esa caída original, quizá por azar: domeñar ese potro salvaje que es la mente es una tarea de toda una vida que, pienso, nadie en verdad culmina con éxito, aunque se puede trabajar en ello con más o menos ahínco. El pensamiento, la razón, son abstracciones complejas que usamos repetidamente para justificar actos sin el menor sentido: la biología parece ir entreviendo algunos de sus mecanismos, pero lo único que podemos afirmar con certeza hoy por hoy es que nuestras decisiones, nuestros deseos, nuestras esperanzas, nuestros miedos y nuestros sentimientos están guiados por un conductor ciego, sordo y mudo. Aunque nos reafirmamos en nuestras creencias con una seguridad epopéyica, como si fuéramos Lucifer declamando los versos de Milton, lo cierto es que lo que ocurre entre bambalinas en nuestra cabeza es tan ignoto como, quizá, arbitrario. «Vivimos encaramados sobre nuestra sólida razón como los ambiciosos sobre su dinero. Mas la razón, tal como nosotros la entendemos, es un malentendido», dice el protagonista de Auto de fe, de Elias Canetti. Y tal vez no sea más que eso: un malentendido que tratamos de dilucidar desde el principio de los tiempo a base de hacernos preguntas, plantearnos dudas y considerar innúmeras opciones.
Si bien Lucifer plantea la posibilidad de reconstruir su condición y lleva a cabo su plan para erigirse en señor del Infierno, nosotros, humildes mortales, estamos algo más constreñidos debido a esa mácula que un dios juguetón nos impuso: la naturaleza humana. Lecciones como las del estoicismo nos proporcionan pistas, intuiciones, sobre cómo afrontar la dificultad, el dolor, la adversidad o el fallo; muchas otras corrientes y pensadores también han teorizado sobre ello; y, sin embargo, el hombre continúa estando dividido entre el Cielo y el Infierno: entre lo que su mente construye —o interpreta— y lo que acontece en realidad. «Una vez Turner se hizo atar al mástil de un barco durante varias horas, en medio de una tormenta terrible, para luego poder pintar la tormenta. Evidentemente, no era la propia tormenta lo que Turner pretendía pintar. Lo que pretendía pintar era una representación de la tormenta», escribe la narradora de La amante de Wittgenstein: en esa frase tan breve como profunda encontramos el abismo que separa el ver del actuar, el creer del saber. Nuestra mente, nuestra imaginación, nuestra sabiduría pueden, ciertamente, hacer de cualquier infierno un nuevo cielo… y viceversa.
Me has dejado absorto con tu análisis, Emi, sobre todo con la manera en que conectas la figura de Lucifer con el estoicismo, esa filosofía que parece ofrecer consuelo donde la realidad se ensaña. Como bien señalas, lo que me atrapa de este pensamiento —y lo que también rescato de las palabras de Lucifer— es justamente esa noción tan poderosa: no podemos controlar lo que nos sucede, pero sí nuestra actitud ante los eventos. Eso, quizá, es lo que nos hace humanos, la única libertad que realmente poseemos. Milton nos presenta a un Lucifer tremendamente «humano».
Ahora bien, leyendo tu reflexión, me viene a la mente una inquietud más profunda: tal vez el verdadero secreto esté en que cada ser humano tiene una razón, una verdad, y a partir de ella toma sus decisiones, muchas veces sin pensarlo o meditarlo de manera adecuada. Es decir, nos movemos a ciegas, como aquel conductor que mencionas, ese que es sordo, ciego y mudo, guiando nuestros deseos y miedos. En eso me parece que radica la tensión, en cómo la mente, aún dotada de esa capacidad para transformar un infierno en un cielo, frecuentemente actúa sin el juicio necesario.
Tal vez el problema no sea nuestra incapacidad de controlar el entorno, sino nuestra resistencia a enfrentar el tumulto interior que nos empuja a responder antes de comprender. Lucifer, a su manera, nos invita a reinar en el caos, a dominar nuestra propia morada, pero no siempre podemos, o no siempre queremos. Nos debatimos entre la tormenta y su representación, entre lo que sucede y lo que interpretamos que está sucediendo. Y ahí, entre esas grietas, es donde el estoicismo busca insertarse, intentando reconciliar lo que somos con lo que creemos ser.
Coincido contigo: es un ideal al que tal vez ninguno llegue en su totalidad, pero saber que la mente tiene esa potencia transformadora —ese lugar de refugio o castigo— nos alienta a seguir intentando. Quizás, al final, lo importante no sea alcanzar la serenidad absoluta, sino caminar con la intención de hallarla.
Gracias Emi, una vez más, por hacerme disfrutar y pensar. 🤔❤️
La interpretación que damos a las cosas se convierte en nuestra realidad. De las creencias que tenemos depende esa interpretación y vamos a reaccionar de acuerdo a lo que pensemos que es correcto para nosotros. Por eso en el mismo espacio alguien puede quejarse todo el tiempo y otra persona pensar que está en el paraiso.