…parecíame que podía hallar mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen, expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en los que discurre un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de especulaciones que no producen efecto alguno y que no tienen para él otras consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles.
Discurso del método, René Descartes
Descartes elaboró buena parte de las ideas que expuso en su obra más famosa (y de la que, al parecer, tuvo sus primeras impresiones gracias a un sueño) a fuerza de razonamientos íntimos: su mera voluntad de pensamiento, su mero raciocinio y su fuerza de voluntad para elucubrar conceptos, combinados, dieron como fruto una de las más grandes obras de la filosofía que ha producido la humanidad. Más allá de sus postulados, de sus errores, de sus prejuicios, de sus nociones obsoletas, el Discurso del método es una obra magnífica por lo que implica a nivela intelectivo: un solo hombre, a fuerza de cuestionarse absolutamente todo, pergeñó un intento de clasificación del pensamiento humano que, siglos después, aún proporciona elementos clave de discusión cuando se debate acerca de la capacidad del hombre para aprehender el mundo.
Porque esa preocupación es, fue y será una constante en nosotros, sin que —supongo— lleguemos a poder ofrecer una respuesta satisfactoria. La realidad, la muerte, la virtud, el dolor… son conceptos tan inconmensurables que el mero hecho de pensarlos, de reflexionar sobre ellos, provoca cierta desazón, incluso angustia. Ante lo extraordinario, como ocurre con esos Primigenios lovecraftianos, el hombre es una simple mota de polvo cósmica, que nada entiende. Pero, por curioso que parezca, siempre haya quien se expone a teorizar sobre cuestiones que nos sobrepasan en todos los aspectos imaginables, arriesgándose no ya a verse malinterpretado, demonizado o ridiculizado, sino a enloquecer ante la dificultad de pensar sobre ideas que rebasan los límites de nuestra mente.
Sin embargo, hoy día estamos rodeados de mensajes tranquilizadores que subvierten esa complicación, proporcionando remansos de paz, serenidad, aceptación y comprensión; mensajes que transmiten la certeza (aunque en muchos casos se adornen con un barniz de modestia) de que la vida es un conjunto de piezas que forman un bellísimo rompecabezas místico que simplemente debemos aprender a encajar para alcanzar ese grado supremo de comunión con el cosmos. Retiros, grupos, cursos y libros que apelan a esa parte «rota» de nosotros, que hurgan en las heridas propias de la existencia, que exponen las inherentes debilidades de la persona.
Por desgracia, la herencia de Descartes siempre ha sido débil en ese aspecto. Pensar, elucidar, reflexionar, son actos que exigen no solo esfuerzo (intelectual, pero también físico), sino compromiso: no es sencillo cuestionarse ideas o razonar sobre una cuestión, porque para ello debe existir una intencionalidad que no hemos aprendido a cultivar. «No te arrastren los accidentes exteriores; procúrate tiempo libre para aprender algo bueno y cesa ya de girar como un trompo», aconseja Marco Aurelio en sus Meditaciones; una recomendación que enlaza con la cita de Descartes que abre el texto, ya que pone sobre nosotros la responsabilidad de cavilar acerca de las ideas que tenemos.
La autoayuda y sus derivados, que son legión —y no siempre aparecen etiquetados con claridad; basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para descubrir los miles de mensajes ramplones que van y vienen—, pretenden eliminar la dificultad aparejada al pensamiento para implantar una cultura de la felicidad tan banal como ilusoria. Autoengañarse es sorprendentemente sencillo, y estos contenidos apelan a la fragilidad que todos escondemos a la hora de arrostrar un mundo que no por conocido es menos cruel. Y es que la correlación entre aquello que consideramos deseable y lo conveniente es, en el mejor de los casos, una ilusión.
Dice Spinoza en su Ética: «no nos esforzamos por nada, ni lo queremos, apetecemos ni deseamos porque juzguemos que es bueno, sino que, por el contrario, juzgamos que algo es bueno porque nos esforzamos por ello, lo queremos, apetecemos y deseamos». El juicio elaborado de acuerdo con el esquema cartesiano (no en vano su apellido se convirtió en adjetivo) es complejo de construir, exige la asunción de modelos mentales férreos y, sobre todo, nos impele a cuestionarnos prácticamente todo lo que nos rodea. ¿Quién podría vivir una existencia dichosa y desenfadada de esa forma? Por eso, como indica Spinoza, tendemos a pensar en las cosas no como son tal cual (sea lo que sea eso…), sino como nosotros las vemos; o, mejor dicho, como queremos verlas. De igual forma, algunos siglos antes ya Epicteto se había dado cuenta de que existía una disonancia entre aquello que nos afecta y la emoción en sí: «Lo que perturba a los seres humanos no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas». Sin embargo, los discursos buenistas pretenden trastocar esa evidencia: ciertamente, modificando las opiniones sobre las cosas se transforman las emociones que sentimos; pero la dificultad estriba en que no existe una correlación precisa entre una y otra cuestión. Según Spinoza, juzgamos algo como «bueno» no por su esencia, sino por nuestro deseo de ello, de lo que se deduce que al cambiar nuestra percepción, el objeto seguirá siendo el mismo. La autoayuda propugna la posibilidad de que el objeto (entiéndase no solo como algo físico, claro está) se modifique gracias a las variaciones de nuestra mente. Algo así, siendo sincero contigo, resulta bastante improbable.
Pero es lógico caer en esa tentación y «comprar» la idea. Considerar la realidad, el mundo, el entorno, como un contexto caótico y sin sentido, que no atiende a nuestras emociones y en el que somos meros espectadores, es una idea difícil de asumir. No es extraño —de hecho, es comprensible— que mucha gente se vea arrojada a confiar en que un retiro espiritual, un curso de meditación, un libro de autoayuda o un curso de introspección puedan ayudar a calmar el ansia de seguridad que todos anhelamos. Sin abrazos paternos que nos protejan, sin la fe ciega en el futuro que proporciona la infancia, la vida adulta solo presenta obstáculos indeseables: obligaciones, trabajos, rupturas, desengaños, mentiras, muertes… Es lógico que busquemos serenidad allí donde la creamos posible, y mucha gente se aprovecha de ello en un sentido u otro.
Por eso este texto se inicia con un fragmento que me recordó en su día la importancia de trabajar el conocimiento. Pensar no es un acto pasivo: muy al contrario, nuestra reflexión se construye merced al esfuerzo constante de poner en cuestión todo lo que nos rodea; no desde una perspectiva negativa, destructiva, tratando de derribar cualquier idea, sino desde una curiosidad que abarque todo. Las llamadas a la sencillez, a la facilidad, a la tranquilidad, a «encontrarse a uno mismo», a aceptarse, a cuidar nuestras emociones… son oropeles emocionales que pierden pronto el brillo en cuanto se exponen a la intemperie de la vida. No se trata de ser cenizo y rechazar los momentos hermosos, los sentimientos generosos; se trata, más bien, de aceptar el hecho de que la simplicidad no es una parte intrínseca de la realidad y que, por tanto, es preciso afinar nuestro saber y nuestro juicio para discernir el camino a escoger. Decía Baltasar Gracián en su Arte de prudencia: «Es eminencia de un buen gusto gozar de cada cosa en su complemento: no todos pueden, ni los que pueden saben. Hasta en los frutos del entendimiento hay ese punto de madurez; importa conocerla para la estimación y el ejercicio». El pensamiento también precisa de su justa medida, de su madurez, para llegar a conclusiones coherentes sobre cada cosa. Caer en la tentación de los atajos ilógicos, promisorios y ramplones no es solo hacernos trampas en el juego de la vida, sino claudicar ante una manera de entender el mundo que contradice todo aquello que nos hace racionales.
Gran texto, Emi. Pensar ha de incomodarnos, por definición. Debe producirnos vértigo, inquietud y, como mucho, una rara paz siempre alerta y cuestionada. Nunca definitiva. Aunque en gran medida creo que Descartes amañó el discurso, premeditando las conclusiones que acabaría extrayendo y que no se deducen formalmente de su voraz duda. Mucho más honesto me ha parecido siempre el bueno de Hume que llevó hasta las últimas consecuencias la duda cartesiana, hasta alcanzar la epojé de Pirrón y Sexto empírico, aquella “barren rock” con la que el escocés describiría su ignorancia más profunda y desesperada. Hasta el punto de que renunció a convertirse en el Newton de la moral que había anhelado ser. Si pensar no trastoca nuestros sueños y aspiraciones entonces no es pensar. Gracias.
Por supuesto, pensar es un acto activo. Buenas reflexiones