¿Entiendes ahora, amor, qué ser tan prodigioso, qué seductora fuente de misterio fuiste inevitablemente para mí, para aquella chiquilla? La persona que me inspiraba veneración, porque escribía libros, porque era famoso en ese otro mundo grande… ¡de repente descubría que era un hombre de veinticinco años joven, elegante, alegre como un muchacho! […] Te visitaban otros caballeros jóvenes, compañeros con los que reías y te mostrabas altivo, desaliñados estudiantes de la universidad…
[Carta de una desconocida, Stefan Zweig]
El espejo me devuelve la imagen de un rostro desconocido, surcado por algunas arrugas que reflejan el rastro de las risas, los rayos de sol inclementes y las preocupaciones supraciliares. Atrás quedaron momentos, dulzuras, amistades, deseos, sueños, eternidades… Nada puedo hacer y, en verdad, es mejor que así sea. Pero no es momento ni lugar para hablar del paso del tiempo, sino de la aparente imposibilidad de dejarlo atrás, de dejarlo correr y aceptar su desgranamiento con la sabiduría que ese propio correr debería concedernos.
Tal y como apunta la cita de Zweig, no hace mucho la edad adulta era un periodo largo, temprano, al que se llegaba casi sin darse cuenta y que contenía toda una serie de rituales imposibles de obviar: trato, vestimenta, respeto, expectativas, comportamientos… El paso de la niñez a la adolescencia era casi un suspiro, puesto que las responsabilidades de la adultez hacían su aparición con premura (aunque con marcadas e injustas diferencias entre sexos, si bien eso da para muchas otras ediciones) y exigían de las personas un compromiso tanto para con la sociedad como, lo que es más importante, para consigo mismos.
Ese rostro del espejo, siempre mutante, siempre amonestador, nos recuerda a todos lo que ya no volverá a ser; no solo en cuanto al número de arrugas, sino a las emociones desatadas, a las tardes infinitas, a los sueños que se acariciaban con las yemas de los dedos, a la tormenta de un desamor, a la cercanía de la eternidad. Todo eso, que fue ya mera fantasía y que hoy solo permanece como ausencia, nunca fue del todo nuestro y nunca, por tanto, volverá.
Los años son un regalo y una responsabilidad: un pacto que la vida nos brinda para salir de la caja de Pandora de la juventud y arribar con buen pie a la etapa adulta, que será la que nos ocupe gran parte de nuestra existencia. Madurar nos lleva a conocer el dolor, la pérdida y la frustración, pero también nos arma con la fortaleza, la templanza y la sabiduría; cada paso nos aleja de la inocencia y nos acerca al olvido, pero nos otorga conocimiento, paciencia y discernimiento. O debería…
Porque quizá en los últimos tiempos esto último no esté tan claro. Al contrario que el protagonista de Zweig, en lugar de ser «hombres de veinticinco años alegres como muchachos», nos convertimos en niños de cuarenta y pico desnortados como adolescentes. Los cambios de época, como es lógico, traen nuevas formas de entender la edad, el trabajo, el ocio e incluso el tiempo, pero el desarrollo de nuestra capacidad intelectiva, cognitiva y emocional debería seguir siendo (por meras razones evolutivas) el mismo. Y, sin embargo, no es así.
Hacerse adulto significa responsabilizarse de la propia vida y de lo que nos rodea; si renunciamos a ese compromiso, el tejido emocional y social se resiente. Si no podemos madurar y nos resistimos a la asunción de obligaciones y deberes, lo que queda es una eterna insumisión emocional ante los hechos consumados de la vida: dolor, frustración, dificultad, etc. De igual manera, seremos incapaces de gestionar los momentos felices, sorbiendo a tragos la felicidad como si fuese imperecedera y deleitándonos con las banalidades que la sociedad de consumo brinda a esta nueva juventud madura. Entre la maraña de amistades virtuales, superhéroes, escapadas aventureras, videojuegos, mantras buenistas, buen rollo y «experiencias» vitales, que podrían no encerrar nada perjudicial per se, se van perfilando personalidades frágiles, egoístas y superficiales. Y así nos encontramos con personas maduras que se revelan incapaces de asumir una pérdida, o de resistir el inevitable surgimiento de un fracaso, o de gestionar con inteligencia el aburrimiento.
No se trata de lo que hacemos cuando el gris asoma y las cicatrices de la vida escriben sus estrofas en nuestro cuerpo; podemos reír, bailar o jugar, pero siempre y cuando seamos conscientes de las responsabilidades de una vida que cambia tanto como nosotros. El otro día leía cómo un redactor de newsletters aconsejaba a una persona que no tenía claro a qué dedicarse laboralmente que, simplemente, hiciera aquello que le gustaba; algo que suena maravilloso, pero que encierra una probabilidad terrible: la de que asocies algo que te hace feliz con algo que te proporciona estabilidad. Dejando de lado la idoneidad de la sugerencia (no todo lo que nos gusta tiene posibilidades de convertirse en nuestra forma de ganarnos la vida), ese tipo de consejos infantilizados, banales y algo irrazonables son propios de esos «nuevos adultos» que se niegan a asumir el papel que el tiempo les impone; con el ímpetu juvenil de «llevarse la vida por delante», que decía Gil de Biedma, se sitúan en posiciones inasumibles con la realidad.
Los sueños siempre deben ser perseguidos, pero si hay algo que la vida nos regala es la sabiduría para moldear nuestros deseos. Negarse a aceptar ese don para intentar postergar una edad dorada es tan necio como abandonarse al paso de los años con la resignación de un moribundo, como si no hubiese más salida que la muerte; no en vano Zweig dice de ese hombre que es «alegre como un muchacho». Las bondades de la vida no desaparecen con los años: mutan, se transforman e incluso se enriquecen. El paso a la adultez nos brinda la ocasión de aprovechar con mayor claridad y templanza los momentos buenos, así como de resistir con ánimo y juicio los malos. Aprehender lo bueno de cada edad solo es privilegio de los adultos. Hagámoslo.