Todo era una carencia sin fin, salvo el momento en que estábamos juntos haciendo el amor. Y, aun así, me obsesionaba el momento que vendría a continuación, cuando se hubiera marchado. Vivía el placer como un dolor futuro.
Annie Ernaux - Pura pasión
Anticipar el futuro es muy propio del ser humano. Vivimos en una constante previsión de lo que será, de lo que vendrá: deseamos y esperamos, planeamos y estipulamos, siempre, como si lo que aún no ha ocurrido pudiese ser construido desde nuestro, ya de por sí, improbable presente. Es un rasgo que nos define y nos diferencia, ya que somos la única especie que puede obviar sus circunstancias inmediatas para proyectarse mediante el pensamiento en el futuro.
Pero cuando la anticipación destruye la eventualidad del placer, nos encontramos frente a una paradoja devastadora: ansiamos que un momento llegue a nosotros por fin para, al instante, regodearnos en la angustia de su inevitable pérdida. En un ejercicio de masoquismo perfecto y terrorífico, corremos en una rueda de hámster que nos lleva del gozo al temor en una enloquecida prueba de resistencia.
Nada como una premio Nobel para advertirnos de vivir el placer «como un dolor futuro». ¿Puede haber algo más perverso, más desgarrador? No solo caemos en la trampa de anticipar, de ansiar, lo bueno que está por llegar, sino que, en algunas ocasiones, lo convertimos en un tormento en sí mismo, en la causa imposible de un nuevo dolor.
Al igual que existe la nostalgia, que es un sentimiento de tristeza por algo que hemos dejado atrás (o incluso por algo que, en realidad, nunca existió, al que se refieren con un término más reciente: anemoia), tendríamos una suerte de anostalgia: la pena por lo que vendrá, aunque no sepamos qué es exactamente. Ese posible tormento se nos materializa, justamente, cuando probamos la felicidad y la tomamos como pasajera, como fútil, como vehículo del insoslayable dolor.
No deja de ser paradójico que dos estados aparentemente irreconciliables, antagónicos, vayan de la mano en un ciclo masoquista que puede llevarnos de un extremo a otro con una fugacidad imposible. ¿Cómo es posible tejer un hilo que conecta un placer que ansiábamos y por el que suspirábamos con un temor que ni siquiera ha acontecido, pero que tomamos como real?
Puede que, entre otras cosas, la idea que muchos (yo, desde luego; tal vez tú también) tenemos de la felicidad influya en esta tergiversada manera de ver las cosas. Casi siempre pensamos en la felicidad como un elemento ajeno y esporádico: un momento de perfección que nos proporciona una emoción inmensa, arrebatadora, que nos eleva, que nos trasciende. De hecho, la sociedad ha construido una felicidad basada en estereotipos materiales: objetos, viajes, personas… Solo puedes ser feliz, parece, si consigues ese reluciente reloj, o contemplas el atardecer desde esa paradisíaca duna, o si encuentras a tu media naranja.
Y es posible que sí, que todos caigamos en esa narrativa y nos sintamos emocionados por esas cosas en el momento de alcanzarlas… pero solo en ese momento. Pasado el impulso inicial, que suele ser terriblemente breve, nos asomamos de nuevo al abismo de la vida y tomamos esa felicidad como el anticipo de la angustia que vendrá. El sensual encuentro de dos cuerpos, como narra con fiereza Ernaux, deviene así en el preludio de una terrible aprensión por el futuro.
La felicidad no debería sustentarse en conseguir, en alcanzar; debería ser un estado, una forma de ser, que pudiera acompañarnos en todo momento. Es obvio que no podemos ser felices a cada segundo (porque, como sugería alguien, ¿cómo podríamos entonces distinguir entre alegría y tristeza?), pero sí que podemos ver la felicidad como un sentimiento de aceptación: interpretamos la vida para tratar de aprovechar los momentos felices y evitar las insatisfacciones. Al igual que vadeamos un riachuelo, atravesamos la existencia mojándonos el alma, pero avanzando paso a paso hacia la orilla.
Así que la próxima vez que acaricie el aroma de un futuro imprevisible al que temo, trataré de recordar que solo es un momento disfrazado de presente, un fantasma que se aprovecha de mi humano miedo a lo que no controlo. Puede que siga en la incertidumbre, pero al menos no caeré en una nostalgia de lo que no ha de sobrevenir.
He disfrutado muchísimo de esta carta y de tus palabras. Intentaré tener presente lo que has comentado de la gestión de la incertidumbre, la nostalgia y la felicidad. ¡Qué delicia de palabras!