Quizá en estos tiempos (o, tal vez, en cualquier tiempo) no tengamos más remedio que refugiarnos en la imaginación ante una realidad que, en muchas ocasiones, nos ahoga con su oleaje enfurecido, para encontrar un remanso de tranquilidad en el que disfrutar de algo de paz. La fantasía tiene mucho que decir al respecto, en tanto el arte ha proporcionado tradicionalmente diversos caminos para abstraernos de lo cotidiano, de lo indeseado, y permitirnos alcanzar una serenidad rayana en la contemplación mística. (Tanto es así que «Entre líneas» nació con la idea de analizar esa capacidad evocadora de la literatura.)
Esa huida hacia lo deseado, hacia lo imposible, hacia lo añorado, ha cobrado a lo largo de la historia una forma bien conocida: la utopía. Si bien existen definiciones bastante exactas, me basta condensarlas aquí en pocas palabras: las narrativas utópicas nos señalan un mundo en el que los deseos se concretan en formas de vida plausibles. Normalmente se conciben desde un punto de vista social, tratando de conciliar un futuro halagüeño que presenta características y elementos que permiten a los seres humanos desarrollarse de un modo pacífico con unas estructuras de cohesión que proscriben injusticias, desigualdades y enfrentamientos.
Emmanuel Carrère, interesado en el tema, escribió un texto a medio camino entre el ensayo y la ficción en el que se interesó por una variante de la utopía: la ucronía. Si la primera señala un escenario imaginario, la segunda lo considera real… pero situado fuera del tiempo. Y, aunque pueda parecer un acercamiento similar, vamos a adentrarnos en El estrecho de Bering para encontrar en esta obra muchos rasgos interesantes acerca no solo de lo virtual, sino de lo ya presente.
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