Nos creemos seres racionales y buenos contables pero somos criaturas prejuiciosas e influenciables: nos tragamos la primera explicación que nos resulta atractiva o, más bien, que considera válida la gente que nos rodea, con quienes formamos nuestro pequeño mundo conectado. Además esto es algo que buscamos con cierta desesperación para confirmar nuestra visión del mundo […]. De esta forma no podemos decir que somos buscadores de la verdad, más bien lo contrario. En un ambiente polarizado, todo esto sucede más intensamente, más eficientemente, más terriblemente, porque estos entornos de amistad se convierten fácilmente en cámaras de resonancia.
[Javier Armentia. Nuestro entorno]
Recuerdo un tiempo en el que navegar por internet y comunicarse con otras personas era un pasatiempo pacífico, divertido e incluso enriquecedor. La maravilla de lo nuevo y el esplendor de las posibilidades hacían de este medio algo colosal, titánico, propio de nuevos dioses; algo que había surgido de forma tan inesperada que nos hacía creer en un poder casi inefable, imposible, con el que se podrían cambiar mentes, ideas, creencias y, por supuesto, futuros.
Como ya sabes, no fue así. No cabe aquí un panegírico de los viejos tiempos porque el mantra de «cualquier tiempo pasado fue mejor» nunca ha sido cierto, pero la verdad es que hubo un momento (breve, como todo lo importante) de ilusión que hizo esperar porvenires más felices y lúcidos. La sociedad capitalista y la búsqueda incesante del capital pronto convirtió una herramienta de comunicación y de compartición en algo mucho más complejo, estéril y caótico. El potencial sigue aquí, pero se ve inmerso en un marasmo de desinformación, refriegas, ignorancia, apatía y frivolidad que suele diluir cualquier atisbo de reflexión.
El filósofo y divulgador italiano Rick DuFer acuñó hace unos años un «concepto» filosófico tan sarcástico como (por desgracia) pertinente: el tuttomerda. De acuerdo con DuFer, el tuttomerda hace referencia a ese comportamiento por el cual reaccionamos a las noticias en internet de manera visceral, irreflexiva y apresurada, de manera que no nos damos tiempo para razonar sobre aquello que hemos visto o leído y, por lo tanto, actuamos sin una aproximación mesurada. Compartimos, opinamos o aceptamos «informaciones» sin haber dedicado un instante a valorar su coherencia, su autenticidad o su trascendencia; como esas «criaturas prejuiciosas e influenciables» de las que habla Javier Armentia, buscamos validar nuestra propia visión del mundo mediante actos emocionales primitivos, a favor o en contra, sin mayor pensamiento acerca de las complejidades que pueda acarrear.
La complejidad es un arte que demanda paciencia, sabiduría e inteligencia; nada en esta vida nos es dado con facilidad y (casi) todo esconde facetas, aristas y dobleces. Es, precisamente, en esa aparente complicación, en esa variedad de elementos y atributos, donde puedes hallar la belleza o, aun mejor, la verdad. Pero para alcanzarla debes estar preparada para afrontar retos, para superar escollos y para arrostrar dificultades; como cualquiera sabe, adquirir una competencia técnica, aprender una materia complicada, realizar un trabajo engorroso, superar un límite físico o, incluso, deleitarse en el amor, necesita de una adhesión firme, de una determinación inquebrantable, de un compromiso inmarcesible.
Reducir las cosas que vemos, escuchamos o leemos a una idea simple, ramplona, de fácil exposición, es propio de un tiempo en el que la fugacidad se ha convertido en una norma de etiqueta, en una suerte de espurio marchamo de calidad. Tu primer impulso puede ser acertado, pero a menudo no será así: las ideas requieren de un proceso de maduración y reflexión, no pueden aventurarse agraces en el mundo, sin más. La verdad, como decía, requiere de un ciclo de pensamiento que nos lleva tiempo, paciencia y, a menudo, contemplación: de ti misma, pero también de los demás y de lo que te rodea.
El tuttomerda no es sino la ejemplificación irónica, aunque terrible, de un mal que nos ha acompañado siempre, pero que en un entorno en el que la información (o la opinión, cuando no la confusión) se propaga en un parpadeo se torna un dilema moral: o bien eres partícipe de la difusión de algo que no entiendes, o bien renuncias a participar en la «conversación». Impelida como estás para «no perderte nada», renunciar a estar al cabo de la realidad (que confundimos con actualidad, que confundimos con verdad) es un acto de resistencia; no es de extrañar que los jóvenes, aquejados de la enfermedad del gregarismo, sean los que con más ahínco comparten, difunden y comentan. Sin embargo, la opción de propagar, ya sea a favor, ya sea en contra, ya sea sin más, algo que te ha llamado la atención implica renunciar a la posibilidad de la introspección. Todo lo que te rodea puede aportar algo a lo que eres: el conocimiento es un regalo que suma, que multiplica, y que nos hace más conscientes de la injusticia, del error y de la desigualdad.
Es una tarea complicada el abstraerse del ruido y contemplar el mundo con ojos inocentes. La ingenuidad de los niños no es frágil, sino nutriente: les ayuda a preguntarse «porqués», a cuestionarse todo aquello que ven, puesto que desconocen las causas de todo. Quizá ha llegado el momento en el que tú y yo debemos coger la mejor de la infancia y desdeñar la prisa, la urgencia, la fugacidad; coger esa mirada limpia, bañada en curiosidad, que todo lo cuestiona y que desdice aquello que no tiene claro. Quizá ha llegado el momento de pensar, repensar y reflexionar; de detenerse en mitad del tráfago para respirar profundamente y, solo así, apresar la verdad.