Hace unos días acudí a un concierto de música clásica, con un programa compuesto por varias piezas, entre ellas el concierto en mi menor para violonchelo, Op. 85, de Edward Elgar. A pesar de no ser conocedor del género, parece imposible pensar en asistir a un espectáculo así y no conmoverse ante la magnificencia, la tristeza y la emoción que transmite esa composición. Si la música, en general, es un arte que apela a nuestra interioridad más primigenia, obras como la de Elgar nos golpean de lleno en ese lugar que, sin duda, deberíamos nombrar como «alma».
A nuestro alrededor pudimos ver a gente que, aparentemente aburrida o, quizá (nótese la ironía) muy ocupada, consultaba sus teléfonos móviles sin cesar a lo largo del concierto, prestando más atención a sus aplicaciones de mensajería y redes sociales que a lo que ocurría sobre el escenario. No es algo inusual, seguro que tú también lo has vivido; hoy día es difícil asistir a cualquier actividad sin que una parte de los asistentes se ocupen más de sus vidas digitales que de los hechos reales. Cuando caminábamos de vuelta al aparcamiento, pensé en la tremenda suerte de haber escuchado en vivo una obra de semejante poder de evocación. Y, al mismo tiempo, pensé en aquellos que parecían haber estado más conmovidos por los mensajes de Whatsapp que por los arpegios del violonchelo.
Si en tiempos pasados el acceso a la cultura era un privilegio de los happy few, no cabe duda de que hoy día casi todos tenemos la posibilidad de adquirir una entrada (algunos en platea, otros en paraíso) para disfrutar de las grandes creaciones del genio humano. La belleza está en muchas partes, y gran cantidad de ellas accesibles para la mayoría: la delicada pincelada de una exposición abierta al público, la melodía subida a una plataforma de streaming o la representación popular en un festival.
Me asombra la ceguera ante ese abismo de hermosura y emoción que tenemos ante nosotros. No se trata de la adicción a los dispositivos sobre la que tanto se habla a menudo, sino, sencillamente, de la ausencia de un prurito de curiosidad ante lo bello. Cómo no conmoverse ante el rasgueo de un arco sobre la cuerda de un violonchelo; ante el monólogo de un actor en el escenario; ante la representación de un sentimiento en un lienzo; ante la delicadeza de una pose escultórica… Nuestra naturaleza, en cierto modo, es afín a esas formas de belleza, como muestra el hecho de que pervivan en el transcurrir de tiempos, sean aciagos o benignos. El arte nos traspasa, nos trasciende y nos ennoblece.
Tal vez el elitismo que se achaca a la cultura (bien a parte de ella, bien a parte de la gente que se dedica a ella) no es más que una visceral reacción ante la falta de curiosidad que se muestra ante aquello que agita nuestra naturaleza humana. La pasión es inherente al hombre, pero se manifiesta de muy distintos modos: mientras unos la subliman, otros la expulsan. Creación frente a acción. Arte frente a fuerza. Puede que esas distintas reacciones ante lo que acontece, ante lo que nos sucede, ante lo que nos sacude, sean lo que en esencia distingue a aquellos que se acercan al arte frente a los que lo rehúyen.
Hablando con L. sobre ello mientras regresábamos a casa en esa noche clara y templada, llegamos al acuerdo de que sí que existe una élite: la de aquellos que perciben la vida como algo cambiante, como algo precioso, como algo repleto de misterios indescifrables que encierran una belleza frágil y sobrecogedora. Frente a aquellos que retroceden ante esos misterios buscando la seguridad de lo conocido y refrendado, esa élite se adentra en lo extraño aceptando su ignorancia. Busca (buscamos) esa inaprensible perfección que nos revela nuestras debilidades, pero nos trasciende con su majestuosidad. Razonamos mediante la pasión; o quizás pasionamos a pesar de la razón.
Hoy, desde otro lugar, rodeado de cosas mundanas, en un estado de ánimo más reposado, aunque melancólico, pienso que ese elitismo no es más que la belleza perdida desde que nos expulsaron de un paraíso sosegado. Por eso unos se obstinan en evitar aquel recuerdo, mientras que otros (quizás, de alguna manera, condenados) no pueden por menos que rastrear sus huellas en los posos del arte.
Con razón o sin ella, será imposible evitar emocionarse con la palabra, con el trazo o con la nota. En ellas se encuentra la vida. La de verdad.