Si envejecemos mal es porque no hemos pensado cada día que estábamos envejeciendo, en vez de pensar que algún día envejeceríamos. La vejez no surge en un momento de la vida que podamos marcar en el calendario. La edad no tiene nada que ver: hay cuarentones viejos y nonagenarios jóvenes. Además de un estado del cuerpo, la vejez es un estado del alma: puede que el estado del cuerpo no sea más que lo que el alma, es decir, aquí la voluntad, hace de él. Pues sabemos que el alma (material) impone al cuerpo (espiritual) un orden que, de rebote, trae aparejados unos efectos.
[Sabiduría. Michel Onfray]
L. escuchó el otro día (creo que a raíz de su mención en un malhadado programa de televisión) una frase que supuestamente le dijo Clint Eastwood al cantante de country Toby Keith cuando este le había preguntado cómo seguía tan activo a su edad: «Cuando me levanto cada día, no dejo entrar al viejo.»
La poética respuesta del otrora Harry el Sucio se ha transformado en un excelente lema para la caligrafía de tazas de desayuno, pero cuando la escuché en labios de la persona con la que comparto cada mañana no pude evitar formarme la imagen de esos viejos que seremos un día. Quizá me asusta, quizá me intriga: no estoy seguro. Hay una cierta curiosidad respecto a cómo seremos en ese mañana incierto hacia el que miramos poco, pero que se aproxima inexorable, y las incógnitas se multiplican. ¿Miedo? ¿Angustia? ¿Esperanza? ¿Resignación?
Vivo en un mundo que niega ese futuro como si fuese posible esquivar lo inesquivable. Nadie puede resistir esa mirada del abismo, probablemente, pero tampoco nos arriesgamos a caminar cerca del acantilado. Coqueteamos con otro tipo de riesgos: más cool, más aventureros, más instagrameables. Y, sin embargo, el riesgo último, el definitivo, el que nos confiere nuestra identidad a base de contrastes, queda velado por unos cortinajes socioculturales tan sólidos como inadvertidos. No hables de ello salvo cuando no queda más remedio: habitaciones de hospital, enfermedades insoslayables, plantas de cuidados intensivos, sentencias inapelables… Somos tan expertos en negar la muerte como en renunciar a la vida.
Los años (nos) van pasando, casi siempre, sin que lo advirtamos. Aquellas tardes de verano cuando no alcanzábamos la veintena se dilataban como las estelas de un barco en el mar, infinitas y amplias, y todo parecía tan universal como interminable. Después, muchas veces sin darnos cuenta, vamos aminorando la marcha hasta que los ecos de nuestras vidas dejan de escucharse, dejándonos en esa orfandad del momento fugaz, del deseo que se evapora, del anhelo que muere al nacer. ¿Se volvió demasiado rápida la vida? No lo creo. Creo, en verdad, que nuestros propósitos se tornaron préstamos que debemos devolver, en lugar de fantasías que nos transporten en volandas. Dejamos de soñar para vivir, y ese vivir nos privó de los sueños.
«Se me ha pasado el arroz para…», escucho en alguna ocasión. Si nos gustan los símiles con la comida, habría que señalar que cualquier plato sale bien si le prestamos atención: si seguimos la receta con esmero, si nos tomamos el tiempo preciso de preparación y si ponemos un poco de cariño durante todo el proceso. Así saborearemos un arroz exquisito; si no, tendremos que rascar el fondo de la cacerola para desincrustar los restos de nuestros socarrados sueños.
La vejez y la juventud son tan diferentes como dos amaneceres: no puedo esperar reproducirlos a la perfección, pero puedo aspirar a gozar de ellos tanto como pueda. Voy sumando años a mi cuenta y no puedo negar que todo cambia, tanto en mi interior como fuera; no obstante, mi naturaleza humana posee secretos inmarcesibles: la curiosidad, la pasión, el amor. Nada se degrada si me ocupo de cultivarlo y alimentarlo, porque en el cuidado está su posibilidad.
No pienso en logros materiales, objetos y experiencias de consumo. (Quizá hablemos de ello en otro momento.) Pienso en las ganas de reír, en la alegría de mirar el rostro amado, en la piel de gallina por la brisa fresca de la tarde, en una tarde de lectura apacible, en escuchar con atención a los que saben más que nosotros, en la curiosidad por descubrir lo que no sabíamos, en el sudor que corre por la espalda tras los kilómetros de carrera, en el tacto de su palma… Pienso en las cosas que nos emocionan cuando las experimentamos por primera vez y que dejamos arrumbadas en el arcón de nuestra memoria porque creemos, o nos han hecho creer, que nada puede volver a ser como fue. Y me niego a ello.
No dejo entrar a ningún viejo porque ese viejo no existe para mí. Soy más bien ese que decide curiosear, que decide disfrutar, que decide vivir; tal vez algo más despacio, espero que no con demasiados dolores, pero siempre con la determinación de que los momentos son regalos que nos hacemos a nosotros mismos sin que edad alguna interfiera con la alegría que encierran. Si el cronómetro se puso en marcha con el disparo de salida, no correré más lento en el último tramo de carrera; aceleraré y podré alzar los brazos cuando llegue a la meta. Satisfecho del resultado.
No suelo prestar atención a la prensa rosa, pero recuerdo una vez leer que preguntaban a la actriz Sarah Paulson como es que sus parejas eran siempre mucho mayores que ellas (su pareja actual debe tener unos 30 años más) y ella comentó que había algo en la idea de salir con alguien que ya no veía el tiempo de la misma manera. La respuesta me pareció un poco turbia (porque parecía que las parejas las elegía casi por eso), pero con el tiempo y la experiencia he visto que, a medida que envejeces, empiezas a vivir más lento, porque entiendes que queda menos tiempo. La visión cambia, las preocupaciones también, el alma se calma un poco. Es el vísteme despacio que tengo prisa. Yo creo que desde entonces vivo más feliz 😊
Gracias por esta poética reflexión, Emi ♥️