No lo sé. Fue cosa de ambas partes. No vi venir del todo la complicidad. Las motivaciones de las empresas, sí, para consolidar y medir y beneficiarse de los datos, eso lo vi. Pero el lado humano cotidiano, no. Nuestra abrumadora preferencia por ceder todas las decisiones a las máquinas, por sustituir los matices por números... eso superó todas mis pesadillas. Cada día creamos una nueva máquina que elimina una parte más de la intervención humana. No confiamos en nosotros mismos ni en los demás para elegir nada, para hacer un diagnóstico, para asignar una calificación. La única decisión que nos quedará es si vivir o morir. Nos encontramos ante un cambio en la especie, que pasa de ser un animal libre a ser una mascota.
El Todo, Dave Eggers
Hace ya meses que ChatGPT desembarcó en nuestras vidas como una alucinación colectiva, desatando un pandemonio de vaticinios que oscilaban entre el más esperanzador de los futuros tecnooptimistas y la desaparición de la especie humana a manos de aspiradoras más inteligentes que nosotros mismos. Pedirle a ese cursor parpadeante información sobre las cosas más curiosas, inútiles y prescindibles tuvo un efecto deslumbrante sobre muchos usuarios.
Tiempo después, la fascinación hechicera del prodigioso algoritmo se desvanece. El embrujo que ejerció su llegada se evapora a medida que vamos descubriendo que tras esa fachada de tecnología disruptiva no se esconde sino una amalgama de datos que, con mejor o peor fortuna, nosotros mismos podríamos reunir y que, en último extremo, tenemos que interpretar para darles forma. Por supuesto que se escriben artículos e informes con la herramienta, pero nuestra cosmovisión, al menos por el momento, permanece intacta. Por supuesto que hay ignorantes que hacen un mal uso de esa tecnología, incluso aunque vaya en detrimento de sus usuarios. Pero parece que podemos respirar tranquilos: el terminator aún no se ha manifestado.
Sin embargo, ChatGPT es solo un síntoma, un augurio, una amenaza. Quizá no haya venido para destruir miles de empleos y solo quede como un algoritmo más (con mejores capacidades y mayor potencia), pero tras esas líneas de código acecha una inquietante representación de la sociedad. Esa que Eggers retrata en El Todo (y previamente en El Círculo) y que comienza a semejarse a la real.
No se trata de convertirse en luditas convencidos (si bien ellos cargan con la injusta fama de oponerse a la tecnología sin más, cuando tenían una motivación mucho más elaborada y esperanzadora), sino de reflexionar acerca del uso que damos a nuestros dispositivos, a nuestras máquinas; pensar en lo que dejamos de hacer, en lo que obviamos, en lo que deponemos… sin saber para qué. Las redes sociales nos exoneran de informarnos para elaborar una (imprecisa, cuando menos) opinión; las aplicaciones nos liberan de la carga de calcular, de consultar, de investigar; los softwares nos ahorran tiempo y esfuerzo en las tareas cotidianas.
Y todo ello… ¿para qué? Los pensadores utópicos de finales del siglo XIX y del XX soñaban con un futuro en el que la humanidad pudiera dedicarse a ser más creativa, más libre y más «humana» (perdóname la repetición, pero es un adjetivo que me parece pertinente); sin embargo, apenas unas décadas más tarde, y a pesar de haber alcanzado unos niveles de desarrollo tecnológico impensables para la mayoría de ellos, utilizamos uno de los dispositivos más avanzados jamás creado para ver un carrusel infinito de vídeos de corta duración porque somos incapaces de fijar nuestra atención en nada que se extienda más de cinco segundos. La comparación con la memoria de los peces ha pasado de ser una broma a convertirse en una temible realidad.
No se trata solo de perder el tiempo, sino de abdicar en la tecnología para que piense, haga y elija por nosotros. Nos fiamos de algoritmos que nos recomiendan películas que posiblemente nunca veríamos si la decisión recayese por entero en nosotros; que nos sugieren lugares para visitar que, en realidad, no nos interesan (pero a los que iremos para poder subir una foto a nuestras redes y dejar constancia de que sí, claro, por supuesto que estuvimos ahí); que nos bombardean con opciones de ocio que aceptamos con la sumisión de un esclavo al que se regalan retales para que se confeccione un traje. Nos ofrendamos a la tecnología como una hecatombe sin reparar en la ausencia de volición que alimentamos.
En un momento en el que la tecnología proporciona (o podría hacerlo) medios para hacer de nosotros mejores ciudadanos, mejores personas, nos hemos dejado secuestrar por el lado más superficial y deshumanizador: nos limitamos a elegir menudencias que nos hurtan la facultad de pensar, de reflexionar, de arriesgar. La vida es (o debería ser) una apuesta por hermosearnos, por sacar lo mejor de nosotros y esforzarnos en construir un «yo» a la altura de nuestras expectativas. Limitarnos a ejercitar los pulgares oponibles es una traición a nuestra naturaleza extraordinaria, al esfuerzo que muchos otros hicieron antes para poder alcanzar las posibilidades que hoy disfrutamos, al potencial que (en mayor o menor medida) poseemos.
No nos convirtamos en mascotas. Como afirmaba Schlegel: «Hacerse dios, ser humano, formarse, son expresiones que significan lo mismo». Decidamos por nosotros mismos, pues, ser dioses de esta creación.
Más claro, agua.
Me recuerda algo que me pasó hace mucho. Llevaba a mis hijos al colegio y uno de ellos comentó que un compañero no había podido hacer el trabajo de nosequé porque no le funcionaba internet. Le contesté, medio en serio, medio en broma, si no sabía qué eran las bibliotecas, donde hacíamos trabajos sus padres (y alguno, además, ligaba o lo intentaba con las compañeras).
La IA es una maravilla pero hay que aprender a utilizarla correctamente.
En cuaqluier caso, gracias por tu reflexión.