A L. le gusta muchísimo arrellanarse en el sofá, taparse con una manta (ligera en primavera, tupida en invierno), agarrar un libro y pasarse las horas enfrascada en la lectura. Puede embeberse hasta el punto de no advertir que la luz ha menguado y la noche se ha cerrado sobre nosotros, o que yo me he levantado para beber un vaso de agua, o que su teléfono ha emitido un pitido que busca su atención… sin lograrlo. Solo cuando termina un capítulo o llega hasta un momento de pausa, alza la mirada hacia mí y sonríe, como un niño que hubiera completado un rompecabezas complicado.
Quizá huelgue el decirlo, pero todo lo que he dicho también se me puede aplicar a mí. Si no estoy escribiendo en el ordenador portátil (lo que me obliga a sentarme en el escritorio, alejado de la familiaridad de su cuerpo) siempre la acompaño en el sofá, formando ambos una suerte de figura mitológica: dos rostros ligeramente inclinados sobre las páginas de sendos volúmenes, como en espejo. Al igual que ella, puedo abstraerme durante horas del entorno mientras me (nos) sumerjo en la historia que sostengo y que me sostiene a mí.
Cuando llega la lluvia, cosa que sucede a menudo en este tranquilo lugar en el que vivimos, esos momentos de lectura adquieren una entidad casi mística. No se trata tan solo de la inmersión en la literatura, sino en una comunión entre autor, historia y nosotros; el acto de leer se revuelve contra la pasividad y muta en algo más, algo que nos enreda y sume en un universo de palabras, ideas y emociones. Es probable que hayas sentido algo parecido, así que ahorraré palabras, puesto que es casi imposible de describir.
Esa lluvia no solo trae humedad, sino también una sensación de tristeza, quizá de nostalgia, tal vez de extrañamiento. Son momentos en los que uno buscaría la cercanía de otros, la palabra y la risa, la charla sin rumbo y las miradas comprensivas. El ser humano es gregario por naturaleza y es en esos momentos cuando puede surgir la nostalgia de la compañía.
Y, sin embargo, es en la soledad donde L. y yo encontramos el sosiego; una soledad conjunta que, después de tantos años, ya es casi individual. Una soledad que nos reconforta en su paz y nos regala instantes de feliz descubrimiento, aferrados a esas páginas en las que, casi siempre, hallamos las preguntas a nuestras respuestas.
Es difícil ceder ese espacio a la soledad. Nuestro instinto es, probablemente, buscar la multitud para no sentirnos aislados y no quedarnos a solas con nosotros mismos. Como ya intuía en una edición anterior de la newsletter, la curiosidad es un poderoso acicate para alcanzar la felicidad, lo cual, a su vez, también nos vacuna contra el rechazo a estar solos. Concebir la soledad como un estado a evitar, como un defecto, solo nos puede llevar a entablar relaciones superficiales, basadas en el escapismo, fundamentadas en el miedo a afrontar nuestros pensamientos.
La soledad nos sitúa frente a nosotros mismos; y, a veces, esa mirada en el espejo no es lo que esperábamos contemplar. Supongo que por ese motivo tantas personas rehúyen los momentos de tranquilidad a solas y buscan desesperadas verse rodeados de otros, sofocando así el silencio interior que puede llegar a ser más retumbante que la charla exterior. Poco percibimos ese rumor íntimo que nos rebosa todo el tiempo; en ocasiones de forma inadvertida, las más tratando de olvidarlo, lo acallamos con la sospecha de que las voces que nos rodean son más interesantes y pueden ayudarnos a olvidar el murmullo.
Malas noticias: nunca se acalla. El runrún eres tú, con tus miedos y aflicciones, con tus deseos no cumplidos y esperanzas claudicadas, con tus sueños emborronados y planes pospuestos, con tus negativas y contradicciones. Todo lo malo, lo oscuro, lo olvidado, lo temido y lo odiado conforma ese arroyo de bisbiseos que parece romper los diques cuando te encuentras a solas. Y anega con su furor aquello que creías salvo. Lo fundamental es dejar fluir esa corriente y aceptarte con naturalidad. Lejos de apelar a las recetas de autoayuda, lo que importa es entender que el miedo y el dolor forman parte de nosotros; es inútil escapar, porque no hay dónde. Claro que contemplar ese abismo puede ser desasosegante, incluso aterrador, pero donde hay incertidumbre también puede haber belleza, esperanza.
Cuando L. y yo nos fundimos en el sofá y miramos la lluvia caer, somos conscientes, al menos en parte, de que dentro del otro hay murmullos de inquietud. Pero la literatura, que es el consuelo del hombre, y la aceptación de esa soledad con lo que afrontamos el mundo, nos ayudan a templar esos bisbiseos y prestar atención al repiqueteo de las gotas contra el cristal. Una tarde de lectura se convierte así, todos los días, en una conversación silenciosa con nosotros mismos.
Está tan bien contado que solo deseo estar en esa situación, escribiendo o leyendo! Me ha gustado mucho 😊
Me ha encantado. Una buena descripción que te lleva a imaginar perfectamente la situación.