Apreciar sin comprender. El arte que nos conmueve
En muchas ocasiones nos acercamos a una obra artística con decisión, pero nos cuesta entender el porqué de su atracción
El arte progresa […] gracias a la personalidad que es a la vez producto e instrumento de su tiempo y en la cual se conjugan hasta identificarse e intercambiar sus formas lo subjetivo y lo objetivo. El progreso revolucionario, la gestación de la novedad son necesidades vitales del arte, que solo pueden verse satisfechas por el vehículo de un subjetivismo lo bastante fuerte para rechazar los valores tradicionales, para comprender su agotamiento. El cansancio, el tedio intelectual, el asco por los procedimientos conocidos, el maldito impulso de ver las cosas iluminadas por su propia parodia, el sentido de lo cómico, son el recurso de que el arte se sirve para manifestarse objetivamente y realizar su esencia.
Doctor Faustus, Thomas Mann
De entre todas las cosas que nos hacen humanos, no hay duda de que el arte es la que nos conmueve de una forma inefable. La contemplación de un cuadro, la visita a un lugar, la escucha de una sinfonía, la lectura de un libro… todas esas experiencias son tan inconmensurablemente majestuosas que es difícil imaginar cómo podríamos ser lo que somos sin todas ellas. Y es que, como afirmaba el poeta Matthew Arnold, la cultura no es sino «el conocimiento de lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo».
El arte no solo nos subyuga, sino que nos cambia. Puede que sea demasiado osado afirmar que nos hace mejores, puesto que hay incontables ejemplos de lo contrario; pero no me cabe duda de que extrae lo mejor de nosotros, lo más sagrado, lo más poderoso, lo más sublime, para lograr que nos superemos y alcancemos metas que no se habían soñado con anterioridad. La pulsión de vida que late en cada obra artística es tan poderosa que enajena y entierra cualquier mediocridad. El arte hace de la vida un manantial de belleza.
No obstante, como toda experiencia excelsa, el arte oculta en sí su propia significación, como si de un tesoro se tratase. Si la obra desafía su tiempo, su sociedad, su realidad, es probable que contenga elementos que superan la cabal comprensión de los contemporáneos. Ha sido así históricamente: las grandes obras artísticas ponían en cuestión la tradición y cuestionaban su mundo, empujando así a la sociedad a (re)pensar lo que tenían alrededor y logrando que los presupuestos instituidos mutasen en favor de una nueva manera de mirar. El artista, pues, no solo era (es) un creador —en el sentido lato del término—, sino que se transformaba en un descodificador, alguien capaz de descifrar un mensaje oculto en la naturaleza y la historia; un cartógrafo de las pasiones, las ideas y los sueños que aún estaban por venir.
Esto entraña, claro está, que la obra tal y como la recibirá el público puede llegar a ser algo incognoscible: una creación irresoluble, abstrusa, caótica, oscura, compleja o indescifrable. Cuando no disponemos de una visión clara de la realidad, interpretar la mirada de una persona que, de alguna manera, se ha adelantado a nuestra concepción del mundo es algo complicado, en ocasiones incluso arduo. No se trata de que el artista quiera hurtarnos un significado (puede que haya sido así en alguna ocasión, pero entiendo que se trata de excepciones), sino de que somos incapaces, en un momento dado y concreto, de comprender el concepto que se nos ofrece. No hay más que recordar las primeras opiniones que suscitaron las pinturas de algunas vanguardias, incluso entre las más apreciadas hogaño; o, en un sentido más humorístico, las reacciones a las primeras proyecciones de una película.
Sin embargo, la hercúlea tarea de desciframiento no debería apartarnos de la verdadera esencia del arte: el auto(des)conocimiento. Déjame que juegue —una vez más— con el nombre de la newsletter para ilustrar esta idea: la cultura, la obra artística, sacude el alma porque arroja luz sobre lo que desconocemos, pero, al mismo tiempo, pervierte la idea que tenemos sobre lo que creemos saber. El arte verdadero duele, inquieta, conmueve, despista, emociona, seduce y, sobre todo, embelesa; y todo ese conglomerado de sentimientos no es sencillo de asimilar cuando no estamos preparados. De ahí que sea importante entender que existe un proceso, un camino que debemos recorrer para que la genuina fuerza de la obra nos penetre y pueda ayudarnos a mirar con los ojos del artista, a contemplar esa nueva realidad que puede que haya estado ahí desde hace mucho tiempo, pero en la cual no habíamos reparado debido a la pobreza de la cotidianidad.
Cuando algo nos impulsa a actuar, nos impele a conocer, se convierte en un poderoso hacedor de personalidad; aquello que aprendemos nos engrandece como seres humanos y nos ayuda, a su vez, a continuar el camino del conocimiento. Esa búsqueda del saber es otro rasgo (quizá de los más importantes) de los humanos, ya que no nos saciamos con lo que ya entendemos, sino que necesitamos ampliar nuestra sabiduría empujando los límites una y otra vez. No hay vida que merezca la pena ser vivida si no es en la senda del aprendizaje.
El impacto de una obra maestra es infinito: perdura en el tiempo, en nuestra alma, incluso aunque no hayamos captado su esencia en un primer momento. Cuántas son las pinturas que habremos contemplado, los libros que habremos leído, las melodías que habremos escuchado… sin entender del todo (o nada) lo que subyacía bajo cada pincelada, palabra o nota. Es en esa frustración, en esa incógnita, donde subyace el valor artístico: la incomprensión nos impele a saber más, a explorar más; nos sacude para que no nos conformemos y vayamos un paso más allá, sacando a la luz aquello que estaba oculto. Si una obra nos apela y nos interpela, nos provoca y nos confunde, es probable que encierre en sí el germen del «yo» que podríamos llegar a ser.
Thomas Mann pone en boca de uno de sus personajes una frase que lo resume todo: «Tengo, por otra parte, el convencimiento de que las más osadas empresas del espíritu, las más libres, las más ofensivas para la multitud, acabarán siempre por ser benéficas para los hombres.» He aquí la esencia de la obra artística en todo su esplendor: la osadía de la creación puede hacernos mejores personas.
Interesante definición de “arte verdadero”. Me recuerda una idea de Rafael Narbona sobre la literatura: “La buena literatura no entretiene: sacude, hiere, siembra dudas.”